Envasada al vacío

Por algo lleva Saber y ganar dieciséis años en antena: tiene la fórmula ideal para perpetuarse. Pese a todo, cuando sale el programa a colación, hay quien dice, con gesto de hartazgo: «Bufff, si eso está ya más visto...». ¿Y los informativos no están vistos? ¿No están leídos los periódicos? ¿No están escuchados hasta la saciedad los programas de radio que más nos gustan? ¿Por qué volvemos a ellos cotidianamente? Por un apetito de novedades, aunque se transmitan siempre de la misma forma.

En este caso, Saber y ganar —nombre, por cierto, parcamente denotativo, que no derrocha imaginación— sacia el apetito de conocimientos nuevos, servidos como chupitos de cultura general después de la comida. A la vez, funciona como examen diario que permite calcular las magnitudes respectivas de lo que ya sabemos y de lo que aún ignoramos. Ahora bien, este hecho no basta si queremos entender por qué entre millón y medio y dos millones de espectadores se congregan ante la pantalla para ver el programa tantos años después de su comienzo. Aquí vienen los elementos de esa fórmula ideal para perpetuarse, que va más allá del contenido.

Frente a otros concursos, Saber y ganar muestra una especie de decoro que solo existe al tomarse el saber más en serio que el ganar. Aquí la erudición no sirve de pretexto para el espectáculo: parece envasada al vacío, protegida de nocivos agentes exteriores. En la cuestión económica, cabe calificar los premios de modestos. No solo muestra un espíritu sobrio el que así sea, sino que además esta contención pudo contribuir a que el programa sobreviviera, porque llegó a rumorearse —no sé con qué grado de fundamento— sobre su posible desaparición cuando se produjo el cambio de gobierno y se impusieron los recortes en los medios públicos.

El aire del exterior no entra por ninguna parte, y se agradece. No se dan dinerales. No hay publicidad (la hubo, pero escasa, y de productos relacionados con la cultura). No hay público, por lo que tampoco sufrimos jaleos absurdos ni aplausos cargantes: solo los precisos, que están enlatados. No hay fanfarrias, estridencias ni movimientos de cámara audaces. No hay torpe aliño indumentario. No hay colegueos con los concursantes: se les trata siempre de usted. Tampoco hay muermo: Jordi Hurtado es un tío muy divertido. Por otro lado, ni él ni Juanjo Cardenal están sobrexpuestos: mantienen cierto halo saludable de misterio. El uno no anuncia quesos curados ni colutorios, como otros presentadores, y casi nunca se prodiga —el domingo pasado, excepcionalmente, salió en el Magazine—, mientras que el otro, qué decir, es el Invisible por antonomasia.

Con esta sana forma de preservación hermética, Saber y ganar podría durar decenios.

 
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