Igualitarismo

Esa matraca que insiste en equipararnos en todo, censurando o dejando de celebrar el liderazgo de quienes sobresalen por sus méritos o capacidades, está detrás de algunos de los problemas que nos abaten.

Esta creciente pujanza del igualitarismo complica en alto grado el progreso. La capacidad de los mejores de servir como modelos para los demás, de ejercer de inmejorables espejos en donde mirarse, desaparece cuando se sustituye por la uniformidad mediocre y envidiosa, dispuesta a atajar cualquier singularidad para garantizar así su pervivencia cómoda y anodina, tantas veces con la finalidad de atenuar complejos de inferioridad imposibles de superar ante los campeones. Las avinagradas invectivas de ciertos sectores hacia la filantropía de los magnates es una prueba inequívoca de esto que comento.

No existe estímulo más eficaz para una sociedad que el operado por una personalidad de éxito, en cada uno de los terrenos. Una nación repleta de estas gentes resulta sencillamente insuperable. Aquella en la que se reniegue de ellos, no pasa de un amargado erial. La atracción y ansia de emulación hacia un fuera de serie proyecta de inmediato sobre su entorno el más potente acicate, como tanto reconocemos en el ámbito deportivo.

El igualitarismo actual se empeña sin embargo en imponer una pelma tabla rasa sobre la cual resulta temerario sobresalir. Trata de llevar el elemental principio de igualdad ante la ley o en las condiciones de partida de los individuos a la completa homogeneidad social y económica, algo no solamente improcedente por más que se insista, sino irrealizable, por la razón ontológica de nuestra profunda diversidad como especie.

Detrás de esta forma de pensar hay conocidas ideologías, pero también ha podido influir en ella esa sesgada interpretación política del cristianismo que pretende adulterar el mensaje espiritual para convertirlo en otra cosa. El resultado es una sociedad recelosa del triunfo del vecino, que en lugar de hacerlos suyos con sano orgullo, levanta muros de sospechas resentidas sobre ellos, cuando no verdaderos infundios. Cuántas veces se orilla la peripecia vital de la persona victoriosa y de su gesta en este deplorable escenario, ocupando su lugar el rumor discreto del rebaño que evita destacar, para no llamar la atención.

Hace algún tiempo, un conocido periodista me reveló algo que viene aquí como anillo al dedo. Tuvo que cubrir informativamente el récord europeo de un conocido atleta, para lo cual hubo de trasladarse a su domicilio para grabar el entorno en el que vivía, su familia, sus amigos, su localidad. Tras enviarlo al telediario, decidió quedarse a verlo en un bar con su compañero de reportaje. Al terminar de emitirse la noticia, se quedó pasmado al escuchar a una pareja situada a su lado en la barra el siguiente comentario: “ese chaval no salta un carajo. Lo conozco del barrio y sé lo que te digo”. ¡Ni batir la plusmarca continental de salto de altura parecía suficiente motivo para ser profeta en su tierra!.

Ninguno de los siete mil cuatrocientos millones de humanos somos iguales. Ni lo somos genéticamente ni en cualquier otro aspecto, por más que nos sirvamos de unos mismos derechos o mantengamos comportamientos similares en esta época presidida por la globalización del modelo occidental. Somos diversos, y en dichas diferencias ha de encontrarse la raíz de cualquier avance, a lograr por cada sujeto y sobre sus propios medios y el sino de su vida, sirviéndose de ejemplos humanos que tanto contribuyen a coronar cada una de esas metas.

No admitir esta verdad de perogrullo es no haber entendido nada. O, lo que es peor, entercar machaconamente en el disparate.



Javier Junceda
Jurista y escritor.


 
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