Lesa Humanidad

Las propias normas que aplica la Corte, el Estatuto de Roma, definen algunas manifestaciones de ese execrable delito, como el exterminio, definido como la imposición intencionada de condiciones de vida, con privación del acceso a alimentos o medicinas, encaminadas a causar la destrucción de parte de una población; la deportación, o traslado forzoso de personas; el encarcelamiento o privación de la libertad violando las normas fundamentales del derecho internacional; la tortura, entendida como dolor o padecimientos graves, físicos o mentales, causados intencionadamente a alguien bajo la custodia o control del acusado; la persecución de un grupo o colectividad por motivos políticos; o, en fin, la desaparición forzada de ciudadanos, a través de la detención arbitraria o el secuestro, durante largos periodos de tiempo, sin proporcionar información sobre la suerte de los desaparecidos. Es suficiente que concurra uno de estos supuestos, para que el Fiscal de la Corte deba intervenir y someter a su jurisdicción a todos aquellos que hayan llevado a cabo tales inhumanos comportamientos.

El consenso internacional que animó en su día la creación de este Tribunal era y sigue siendo este: existen delitos que la humanidad no puede tolerar, por su propio bien, porque la lesionan en su esencia. Sean cometidos en cualquier lugar, por cualquiera, precisan de su correspondiente persecución y procesamiento, sin demora ni olvido. Con plenas garantías para los acusados, como es natural, pero sin servirse tampoco de pretextos coyunturales que lo impidan. Al ser delitos imprescriptibles, que quienes los hayan perpetrado vivan sin ser llamados ante la Corte, o que incluso vean extinguirse su responsabilidad penal por fallecimiento sin intervención previa de esta, constituye un fracaso notable de su funcionamiento y estructura.

Cierto que la negativa de determinadas naciones a ratificar el Estatuto de Roma, en especial aquellas en las que es notoria la perpetración de estos deplorables delitos por sus gobiernos, puede dificultar su actuación, pero lo que resulta extraordinariamente asombroso es que, con fundamento en ello, ni tan siquiera sean motivo de reproche por crecientes sectores de la opinión pública internacional. Como si estos crímenes fueran aceptables o inaceptables dependiendo de la ideología de quien los cometa, se extiende su inexplicable justificación en determinados ámbitos, con amplio apoyo mediático además. Si los culpables son de un signo, se movilizan las calles en protesta; si son de otro, la movilización callejera lo es increíblemente a favor del verdugo, incluso con el beneplácito de esa colección de tontos útiles que también le pueden juzgar repulsivo, pero que ceden al agitproppor temor a quedar fuera de la corrección política impuesta o por perder escalones en el ámbito comercial, cuando no sucumbir a una nausabunda realpolitk que nunca gira visita a las celdas pestilentes en que se amontonan los torturados, pero sí a los sátrapas en sus haciendas.

Sin duda, quienes cometan o hayan cometido crímenes de lesa humanidad han de ser sin excepción sometidos a la ley, y no hacerlo supone un nuevo descrédito del derecho internacional. Procedan de donde procedan, sean de las ideologías que sean (en el entendido de que puedan existir algunas que permitan tan abominable proceder), han de ser enjuiciados y cumplir la pena que les corresponde, todo ello sin perjuicio del deber de todos de considerar a tales delincuentes como lo que son, arbitrando las medidas que proceda en defensa de las víctimas y de sus familias, incluido el impedimento de actos de homenaje a quien consta que ha llevado a cabo esas deplorables conductas criminales, lo que constituye un escarnio.

 

En Vencedoreso vencidos, uno de los clásicos del cine jurídico, una soberbia actuación de Spencer Tracy dando lectura a la sentencia del juicio de los jueces de Nuremberg, lo resume todo. Mirando con intenso dolor a la Sala, manifiesta: “Ante los pueblos del mundo, permítanme ustedes que proclame en nuestro fallo aquello que defendemos: justicia, verdad, y el respeto que merece el ser humano”.


Javier Junceda.

Jurista.

 


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