Lisboa elegante – El TALGO de la noche – 'Portugués suave'

Lisboa sobrevivió en su día a un terremoto y últimamente ha sobrevivido al lirismo de las poetisas españolas. Entre medias, hubo incendios. Pombal, un hombre mayor que su país, reconstruyó la capital en combinación de ilustración y mano dura: abierta al estuario, al infinito, la última plaza de Lisboa no quiso nombre más grandilocuente que el de Plaza del Comercio. Eran otros tiempos, por comparación con aquellos en que los barcos portugueses hacían revolar pañuelos blancos por la parte de Belém, mar adentro hasta las tierras viciosas del África y del Asia. También en Portugal el heroísmo va por siglos: Camoes usará devastar por conquistar.

Con Pombal se inauguró esa tradición según la cual en Lisboa sólo se llega a la estatua por la logia. El monumento a Bolívar, masón sulfuroso, consiente a este aserto en la Avenida de la Libertad. De las catedrales a los ministerios, Lisboa es del todo legible como la lucha entre reacción y revolución pero tampoco los masones hicieron milagros: al cabo de los siglos, en Portugal sobran funcionarios por un déficit público parecido a una asfixia. Por supuesto, no seré yo quien deplore los ministerios de Ultramar.

La apertura de la alta velocidad entre Madrid y Lisboa dará para mucha hipérbole iberista y de paso acabará con esa institución meramente poética que era el TALGO nocturno, con cena en España y el amanecer indeciso –lentísima gloria- frente al río. Ese solía ser un despertar excepcional. Quedan lejos los años en que los escritores portugueses cerraban las cortinas para no ver España, camino de París*. Yo cumplí mis dieciocho años en el TALGO, bebiendo a morro vino blanco, invitado por una inglesa sin raíces. Como para tantos españoles, Lisboa era una bondad al lado de casa y a veces apetecía ir sólo por verla: ciudad inmutable, perezosa, donde lo único que pasa son las nubes hacia la aguada del atardecer. Perdonen el lirismo.

A cambio, un salto en avión nos llevará al aeropuerto de Portela, con su aeronave varada desde que vio el exilio de algún dictador centroafricano. En el coche, cruzamos las viñas meridionales de JP Fonseca por Setúbal, radiación de verde joven frente al mar, en el jardín de los frutales. Camoes lo dijo mejor: os formosos limoes ali, cheirando / estao virgíneas tetas imitando. Por el camino del norte lo que se atraviesa es el viñedo de Bucelas, objeto de los mimos pombalinos y la predilección británica. Los elegantes personajes de Eça de Queirós no bebían otra cosa. Hacían bien.

Lisboa tiene siete colinas y muchas más cuestas. Uno siempre ha tenido prevenciones contra las ciudades con cuestas y los países con lagos pero –por fortuna- en Lisboa no faltan taxi-mercedes con tapicería color coñac para ir de un sitio a otro. Para ir, por ejemplo, al Tavares Rico, no por casualidad en la Rua da Misericórdia. Desde 1780, en Portugal han cambiado muchas cosas –regímenes, banderas- pero en Tavares siguen grelhando bacalaos** cada noche, ajenos a la contingencia del tiempo, justamente con el tiempo detenido en el azogue de cada espejo. En Tavares, el sumiller es el 'maestro de escanciado' y mira con una vela el través del vino en el decantador: elegantemente, apaga luego el cabo con los dedos. Más allá de encontrarse a Ramalho Eanes, el Tavares exaspera su carácter viejo régimen con esa belleza un poco triste o esa tristeza estética que Lisboa deja en todo como pátina para dejarnos a nosotros un sentimiento un poco 'cozy'. Con dos botellas para dos personas, uno puede después rodar hacia el Ritz para contemplar con levedad las nubes y la vida. La tarde va cayendo y la noche está aún por escribir.

*A propósito de los trenes y de la triangulación franco-ibérica, Ramalho Ortigao, escritor observador, apunta esto en ‘Pela terra alheia’: ‘Los vagones están abiertos y la locomotora empieza a echar humo. Suena una sirena. En Francia, en estas ocasiones, hay un hombre que dice: ‘Mis señores, quieran subir a los vagones’. En Portugal se dice: ‘¿Entonces quítense de ahí, señores, o quieren quedar en tierra?’. En Badajoz, una voz de mando, herrumbrosa y amenazadora, brama en un grito seco ‘¡Viajeros al tren!’’.

**La cena tradicional portuguesa consistía en bacalao con judías verdes, patatas cocidas y aceite de oliva para unir y dar cuerpo al conjunto. Es una cena excelente, con o sin Bucelas, vino que los portugueses no comparten o al menos en España no se encuentra. Lo cierto es que el maridaje es poco tradicional –y todo en el bacalao es tradición-, quizá por lo escaso y lo caro del Bucelas. En otro orden de cosas, el aprecio por el gádido, además de hermanar diplomáticamente a Portugal con Islandia y Noruega, ha sido una forma de fosilización conservadora de la cocina en Portugal, por decirlo con los antropólogos, con efectos estupendos en las casas y efectos peores en la hostelería. En España ha ocurrido lo contrario.

 
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