Media mañana de Madrid - Del Congreso al Senado

Las mejores siestas de Madrid siempre se han dormido en el Senado, sobre todo si uno tenía la suerte de ser senador por Badajoz –por ejemplo- o Gran Canaria. Hay algo allí de seno de Abraham en que los justos esperan la apertura de puertas del Cielo. Desde antiguo se ha hablado de la maravilla de la biblioteca del Senado, donde una vez, al parecer, le colaron al Príncipe que allí habían grabado Harry Potter. Otras leyendas afirman que a la noche se reúnen almidonados prohombres del XIX bajo la ebanistería gótica pero ya no para conspirar sino para jugar a cartas. Tanta soñolencia del Senado parece adensarse en esa plaza de la marina española de silencio abulense, aunque al fin se desmiente en la cafetería -un alborozo- donde el padre Lezama redime a sus presos. Más allá de la piscina, desde la ampliación se ha llenado todo de obras de arte postmoderno en las que alguien, a la mayor urgencia, debería encargarse de pegar un moco. ¡Pero si es lo mejor de la escuela española contemporánea! Pues por eso, hombre, pues por eso.

Si uno sale del Senado al Congreso poco antes de las diez de la mañana, asistirá a uno de los secretos momentos de gloria de Madrid. Elíjase un día de aire mentolado y fresco y luz civilizada. El Palacio Real se asienta sobre un promontorio, pastoreando desde lejos todos los palacios de la monarquía, en un continuum que llega hasta el Escorial, La Granja o Riofrío. Madrid buscó siempre su elegancia por el nor-noroeste. Poco antes de las diez, como decía, ocurre un fenómeno curioso. Se trata de “la hora de los curas”. Los curas de la catedral o de San Dámaso han terminado ya sus Misas o sus clases y se van a tomar el café a las cafeterías de la zona, empeñando en ello el preceptivo cuarto de hora. Se les puede ver avanzar por entre los topiarios, en tonalidades talares que van del negro al gris. Al despedirse dicen “hasta mañana” sin olvidar la coletilla del oficio, “si Dios quiere”. Miramos a la estatua ecuestre de Felipe IV y recordamos aquella frase según la cual Isabel II no quería que un Habsburgo cabalgase de frente hacia el Palacio Real. ¿No era mayor desdoro que le mostrara el culo?

Arenal abajo pasean turistas que parecen olvidar que el clima de Madrid, según refiere Pla, es típico de una ciudad de media montaña. Van muy sueltas. Ese es el momento en que las tiendas están abriendo o las dependientas salen a fumar con el guardia jurado el primer cigarro del día. Uno ve colocar los libros, quitar el polvo a las imágenes de santos a golpe de plumero o ajustar el nudo de una de esas corbatas con el reclamo 3X2. De pronto, uno cree haberse equivocado de vida y lo daría todo por llevar un comercio pequeño pero honrado: abrir con puntualidad, hacer la caja con puntualidad. Qué raro que los poetas no hayan cantado esto, los gozos de lo que no es sublime, el interior de los escaparates, ver llover desde un mostrador.

En Sol hay un mirón o un ocioso por metro cuadrado y gente que pregunta –cargada de maletas- por alguna dirección. ¡Magnífico Madrid sin hombres de negocios y con tiendas donde “se flecan mantones”! En medio de las obras discuten un repartidor con un obrero y el obrero le lanza al repartidor un insulto memorable: “tontopollas”. El único susto, sin embargo, es que Carretas, puro lumpen, haya sido ampliada a una anchura hausmanniana. Era allí donde, según cuenta Corpus Barga, las pilinguis atraían a los pastores trashumantes y ellos se olvidaban del ganado como en un poema de San Juan.

En Canalejas, Madrid empieza a redondearse. Unos pasos más y ya veremos árboles lejanos del Retiro, alguna bandera, columnas, frontones. Madrid pasa del ladrillo barroco a la piedra ilustrada, del ocre al gris. Pero antes quizá convenga cruzar la puerta de Lhardy y pensar en todo esto con un segundo desayuno, inmerecido como el don de seguir vivo.

 
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