Moralidad y legalidad ante los paraísos fiscales

En cierto modo, recuerda La divina comedia de Dante, al enviar los paraísos fiscales al “infierno democrático”.

            No sé si continúa siendo defendible o no, pero la vieja doctrina acerca de las “leyes meramente penales” ha podido contribuir a deformar las conciencias. En el caso del fraude fiscal cósmico incluido en los Paradise Papers –un estudio publicado por el diario parisino, dentro del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación a partir de una filtración de documentos transmitida en 2016 al diario alemán Süddeutsche Zeitung por una fuente anónima, sobre las prácticas realizadas en Francia, Europa y todo el mundo por multinacionales y grandes fortunas‑, no se trata ya de la aplicación de una ley “éticamente menor”, sino de cómo construir circunvalaciones que aprovechan lagunas o deficiencias. No suele haber cuestión de legalidad, pero sí de inmoralidad.

            Aparte del tema en sí, apasionante –más allá del morbo de revelaciones que afectan a empresas o personas conocidísimas-, la publicación de los Paradise papers reabre el debate sobre las relaciones entre moral y derecho. Lo zanjaba mi amigo en la Facultad de Derecho de Madrid, Gregorio Peces-Barba, de acuerdo con la tesis laicista dominante que encierra la ética en el ámbito de lo privado, sin posibilidad, como tal, de influir en las decisiones políticas creadoras del derecho. En esto no tenía razón. Al cabo, habíamos aprendido con Federico de Castro –él también luego con Joaquín Ruiz-Giménez- que el derecho es el objeto de la justicia, una de las cuatro grandes virtudes clásicas. Pero la justicia va más allá del derecho en sentido objetivo: de la ley positiva o del ordenamiento jurídico moderno.

            Así se comprueba estos días, ante esa capacidad de los más poderosos de contratar servicios jurídicos superespecializados en eludir impuestos: el ahorro personal de miles de millones de euros, se detrae de los Estados en que residen las personas o realizan su principal actividad las empresas. Si la justicia exige dar a cada uno lo suyo, ¿por qué privar al Estado de medios que le corresponden, para un mayor bienestar de todos? ¿Por qué aceptar un legalismo no equitativo, en cuanto rompe la clásica proporcionalidad en el cumplimiento de las obligaciones sociales encaminadas al bien común?

            El editorial mencionado recuerda el artículo 13 de la Declaración de derechos humanos de 1789: “Para el mantenimiento de la fuerza pública y para los gastos de administración, resulta indispensable una contribución común; ésta debe repartirse equitativamente entre los ciudadanos, proporcionalmente a su capacidad”.

            No es menos ingenuamente expresivo el artículo 128,1 de la vigente Constitución española: “Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”. Más adelante señalará la necesidad de leyes para establecer tributos o beneficios fiscales.

            Esa exigencia normativa resulta inseparable del principio de igualdad ante la ley. Aún perviven privilegios, como la clásica inmunidad parlamentaria, con demasiados beneficiarios, también en el ámbito de las comunidades autónomas. Pero la gente se rebela ante la desigualdad que comporta la capacidad de los más ricos para disponer de medios costosos para utilizar a su favor las leyes vigentes.

            No faltan quienes, en estos tiempos, justifican éticamente su fraude como reacción ante comportamientos corruptos de los gobernantes: sin llegar a los extremos de tantos usuarios de paraísos, periódicamente salen datos que sitúan allí el fruto de las extorsiones o fraudes de líderes políticos o miembros de gobiernos estatales o regionales. No es difícil pasar del gran Dante al modesto Robin Hood.

            El incremento de regulaciones estatales estos últimos años da mucho trabajo y no pocas incomodidades a las personas normales. Pero no plantea problemas, como se ve, para quienes disponen de recursos abundantes. Sin olvidar la facilidad que deriva de la rapidez de las comunicaciones con cualquier rincón del mundo, que facilitan casi instantáneamente las transferencias dinerarias a la vez que difuminan los rastros. Como se ha escrito, el fraude legalmente organizado es el lado oscuro de la globalización. No será fácil atajarlo con nuevas medidas legales, aunque sí parece conveniente seguir avanzando en las normas contra el fraude promovidas desde hace años en el ámbito de la OCDE. De todos modos, en este caso, la mayor sanción puede ser la vergonzosa "pena de telediario", inatacable para quienes hacen gala de transparencia.

 


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