Pagar por los pecados de nuestros padres

Anoche, en mi casa, me tuve que tragar una super-entrevista a Salman Rushdie, que estaba predicando acerca de la libertad de expresión y de cómo se veían signos positivos en ese sentido, en el mundo musulmán. Al mismo tiempo que el bueno de Rushdie se erigía en portavoz de todos los artistas perseguidos del mundo, un compañero de piso me leía en voz alta que la FIFA había confirmado la sanción de diez partidos al capitán de la selección croata de fútbol –Simunic-, por “discriminación”, con lo que se perderá el Mundial de Brasil. Al parecer, Simunic había coreado en el campo, tras un encuentro, un peligroso lema de la “Ustacha” –las guerrillas croatas anti-comunistas de la II Guerra Mundial-, consistente en gritar la subversiva frase: “¡Por el hogar!”.

Al parecer, la Ustacha asesinó a, o colaboró en, la muerte de unos cuantos miles de judíos y gitanos durante la Guerra –como por otra parte colaboraron buena parte de los millones de europeos de esa época y, por tanto, utilizar un lema de esa organización era “discriminatorio”. Me pregunto qué habría decidido la FIFA si a un jugador chino se le hubiera ocurrido lanzar un “¡viva Mao Tse Tung, nuestro Gran Timonel!” o si un jugador de Zimbaue declarara, emocionado, que todo se lo debe a Robert Mugabe.

Está visto que la “cláusula de totalitarismo más favorecido”, que formulara el genial Jean François Revel, está plenamente vigente. No pasa nada si un mitin del PSOE se clausura cantando la Internacional con el puño izquierdo bien alto y los cachorros de la Izquierda vistiendo camisetas del Che Guevara. En este caso, a nadie se le ocurre que se esté “discriminando” a los hijos y nietos de los millones de asesinados por el comunismo, en todo el mundo. Sin embargo, si un rudo centrocampista eslavo se siente nostálgico, o si considera que el pasado de su país nada tiene que ver con su presente, una poderosa organización internacional se levanta en armas y le deja sin empleo.

Parece que la última moda, en la carrera mundial para hacer justicia, es conseguir que los que estamos vivos paguemos por lo que hicieron aquellos que llevan años –o siglos- criando malvas. Ejemplos de ello los hay a patadas estos días. El pasado 19 de marzo, The New York Times publicaba que nuestro ministro de justicia, Ruiz Gallardón, anticipa unas 150 mil peticiones de nacionalidad española por parte de supuestos descendientes de judíos expulsados de España por los Reyes Católicos. Puestos a ser prácticos, sería una bendición que 150 mil industriosos israelíes se vinieran a vivir a la Costa del Sol, con las maletas llenas de patentes industriales y buenos contactos con la diáspora judía.

Sin embargo, el propósito de esta ley, dicho expresamente por nuestro ministro, no es facilitar la acogida en España de gentes que estén deseando regresar a la Madre Patria sino, simplemente, reparar un “horrible error histórico”. Aquello no fue un error sino, en mi opinión, un acto de discriminación por parte de los españoles, que no podían soportar a gentes de otra religión, en un momento en que la religión definía totalmente la pertenencia a una comunidad política. No obstante, ese “error histórico” es imposible de reparar porque los expulsados están más muertos que mi abuelo y, aunque se pudiera demostrar quiénes son sus verdaderos descendientes, readmitirles en España sería una pobre compensación, ya que ellos no sólo perdieron un país, sino todas sus pertenencias. Concederles la nacionalidad española a dichos legítimos descendientes no serviría de nada porque, en primer lugar, la nacionalidad es un concepto jurídico que no existía en el siglo XV. Los judíos eran, como mucho, súbditos del rey, no nacionales españoles. Además, entonces España no existía como Estado, tan sólo existían las coronas de Castilla y Aragón. Por ello, anular el Edicto de expulsión sería tanto como anular las sentencias que condenaban a muerte o a cárcel injusta a miles de republicanos represaliados tras la guerra: tal medida no será más que un brindis al sol, una pobre compensación para quien ha perdido un familiar, víctima del odio.

Por cierto, hablando de corregir el pasado, el tres de febrero de este mismo año, el Relator Especial de la ONU para la promoción de la verdad, la reparación y las garantías de no repetición, presentó en una conferencia de prensa, en Madrid, un primer informe de su visita a España, invitado por el Gobierno, “para conocer y valorar las medidas adoptadas por las autoridades en relación con las graves violaciones de los derechos humanos cometidas durante la Guerra Civil española y la dictadura franquista”. Lo primero que sorprende es que la ONU haya tardado tanto en venir a España para ayudarnos a resolver este problema, dado que España entró en esta organización internacional en 1955 y hace ya más de setenta años que acabó la Guerra Civil.

En mi opinión, los sucesivos gobiernos españoles han llevado a cabo acciones significativas para reparar el daño causado injustamente a los represaliados. Acciones de las que, por ejemplo, mi familia se ha beneficiado, obteniendo pagas de funcionario y pensiones de jubilación que de otro modo no habríamos tenido. Sin embargo, el que podríamos llamar “movimiento por la memoria histórica” tiene, en mi opinión, otro tipo de finalidad: la de clavar en nuestra cabeza las 95 tesis acerca de quiénes fueron los absolutamente buenos y quiénes los absolutamente malos en nuestro pasado ya no tan reciente.

Igual que en el caso del jugador croata, una norma jurídica no debe impedir que cada cual juzgue el pasado como le dé la gana. Entiéndanme: cualquier juez, de lo civil o de lo penal, realiza un juicio histórico, pues subsume hechos ya ocurridos en una norma jurídica, para poder dictar una sentencia. Sin embargo, el condenado por dicha sentencia sigue siendo libre para pensar –y de decir en voz alta- que lo que el juez considera un hecho probado, en realidad no lo es. No obstante, leyes como las que castigan la negación del Holocausto judío, o el Genocidio armenio, van mucho más allá de la protección de los sentimientos y de la lucha contra los grupos políticos extremistas, pues simplemente proscriben el derecho a equivocarnos en nuestro estudio y evaluación de la Historia. El Derecho no puede –no debe- rehacer la historia, ni reescribirla, sólo puede compensar un daño a quien lo ha padecido, si el causante del daño tiene la obligación legal de repararlo. El Derecho no puede ser un arma partidista ni un modo de enseñar hechos pasados, de fijar para siempre una concreta interpretación de los mismos. ¿Por qué hubo que quitar la estatua ecuestre de Franco de la Castellana y no se quita también la estatua de Isabel la Católica, que está sólo a unos cientos de metros de allí? Si se arrancó la de Franco, para no ofender a los republicanos, también habría que arrancar la de Isabel, para no ofender a los tataranietos de los judíos expulsados por ella. Y así, podríamos ir quitando todas las estatuas y todos los cuadros de todos los gobernantes españoles, porque me juego el cuello a que todos ellos tienen cadáveres guardados en el armario.

Viene aquí muy a cuento la reciente –y criticadísima- reforma de la jurisdicción universal, que trata de evitar la vergüenza, para el Gobierno español, de tratar de mantener relaciones diplomáticas con extranjeros que, al mismo tiempo, estarían reclamados por nuestros tribunales. Los abogados que interpusieron las querellas por las supuestas masacres cometidas por las autoridades chinas en Tíbet tienen por fuerza que saber que nunca –repito, nunca- un Presidente chino cumplirá condena en una cárcel española. Por eso, hay que suponer que lo que quieren es conseguir algún tipo de compensación emocional para las víctimas, en la forma de un auto de procesamiento que relate con pelos y señales como Hu Jintao era el máximo responsable de un Gobierno que mató a no sé cuántos monjes tibetanos. Estamos en las mismas: se utiliza la ley y los tribunales para lo que la ley y los tribunales no fueron creados. Es, para mí, un ejemplo más de lo que se denomina, a veces, el “uso alternativo del Derecho”. Un modo de trasladar a los juzgados las batallas que se sabe que, en las urnas, están perdidas de antemano.

 

La justicia es necesaria en cualquier sociedad, pero parte de la justicia es la seguridad jurídica, que se podría definir como la tranquilidad que deben tener los ciudadanos de que si el Estado declara algo como válido o no-ilícito, en un momento determinado, no se echará atrás setenta años después (o quinientos años después). De otro modo, nadie podría comprar nada a nadie, en ningún momento, por miedo a que lo que parece que es de propiedad del vendedor, en realidad no lo sea, por mucho que así lo afirme una norma jurídica o un funcionario público. Parte de esta seguridad jurídica la proporcionan las leyes de amnistía y las leyes de punto final, como una manera de establecer hasta dónde es capaz de llegar el poder represor del Estado, que no es infinito, ni eterno.

Algunos juristas sostienen que ciertos crímenes no prescriben y que frente a ellos no hay amnistía posible, porque lo prohíben ciertos tratados internacionales de defensa de los derechos humanos, los derechos más básicos de todos. Sin embargo, hay que apuntar que el concepto de derechos humanos –análogo al de derechos fundamentales, en la esfera internacional- está expandiéndose vertiginosamente. Hoy casi cualquier derecho, por analogía, puede considerarse un derecho humano y, como dijo el juez Scalia, del Tribunal Supremo norteamericano, cada vez que un tribunal cree hallar en la constitución un nuevo derecho, restringe el debate democrático, que es donde los derechos deben crearse, si de verdad vivimos en Democracia.

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