Pornografía y responsabilidad social corporativa

No hay servicio de “pay per view” o de “video bajo demanda” que no incluya una categoría de contenidos agrupados bajo el epígrafe de “adultos”, eufemismo que da cobertura a todo aquello que va más allá de lo programable en un servicio regular de televisión. Nos lo encontraremos también cuando llegue la TDT de pago, ya verán.

Es así en todas las plataformas de televisión digital independientemente de quiénes sean sus propietarios, accionistas y gestores. La muy honorable ONO, a la que admiro por otras razones y entre cuyos accionistas y consejeros se encuentran entidades y personas de gran relieve social y empresarial, tiene un servicio que se llama “Mirador Privado”, que incluye películas pornográficas agrupadas en cuatro categorías: Mirador X para las simplemente pornográficas; Mirador XX para las todavía más pornográficas; Mirador Morbo para las vaya usted a saber qué; y Mirador Arco Iris para el porno homosexual. Imagenio, propiedad de la igualmente honorable Telefónica, es más discreto en la publicitación de sus contenidos pornográficos, pero no en la dureza de lo que oferta. Y Canal Satélite Digital, que lo ha tenido claro desde el primer momento, explica desde su página web que lo que contiene su oferta “son contenidos de carácter sexual y estrictamente orientados a adultos”, en un ejercicio de coherencia que es de agradecer.

Lo sorprendente de esta presencia en las plataformas de televisión digital no es el hecho de que la pornografía exista, sino la naturalidad con que los operadores de televisión de pago han asumido que forma parte de su negocio. Al margen de criterios morales, hay algo profundamente incoherente en esta relación, algo que choca contra la lógica natural del mundo empresarial, que llama a cada uno a dedicarse a lo que sabe y a lo que constituye su misión como empresa. Por ejemplo, a nadie se le pasa por la cabeza la posibilidad de encontrarse con vibradores, muñecas hinchables y otros juguetes eróticos en la sección de juguetes de El Corte Inglés o en cualquier juguetería general (espero no estar dando ideas). Ese tipo de “juguetes” tienen su lugar reservado, que son las “sex shops”, tiendas especializadas en productos relacionados con lo que se denomina la industria del sexo. Si esto parece tan claro en la rama de la juguetería, debería serlo también en el negocio de la televisión. Y no es así. Por no se sabe bien qué mecanismo extraño, sociedades con consejos de administración integrados por respetados cabezas de familia y dirigidas por no menos respetables gestores, admiten de manera natural que una parte de su negocio consiste en vender entradas para espectáculos de “voyeurismo”.

Supongo que muchos de estos accionistas, consejeros y demás miembros de la élite empresarial ni siquiera han llegado a plantearse la posibilidad de que exista contradicción entre sus principios y objetivos de buena reputación y responsabilidad social corporativa, y la mercadería sexual de la que proviene parte de sus ingresos. Hace unos días trataba de explicar estas ideas en un seminario al que fui invitada y no lograba despegar a mis contertulios del enfoque exclusivamente moral en el que uno tiende a situarse cuando tiene claro lo que está bien y lo que no lo está. En este caso concreto, creo que el planteamiento moral de fondo debe acompañarse de un planteamiento empresarial en el que entre en juego una redefinición del concepto de responsabilidad social. Hace unos años, a nadie le importaba dónde ni en qué condiciones se fabricaban algunos de los productos de marca que consumimos y vestimos. Pero hoy en día, somos muchos los consumidores que rechazamos las marcas explotadoras y no compramos aquello que haya sido producido con sudor de niños o explotación de pobres.

Pues igual con esto de la pornografía. A ver si algún teórico de la RSC se lo plantea y la idea termina calando.

 
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