Rafael Nadal

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Hasta el controvertido líder norteamericano se ha rendido públicamente a sus hazañas, considerándolo su deportista favorito. Rafael Nadal encarna en cualquier latitud los valores universales: el esfuerzo, el afán por la victoria, la reciedumbre o el compañerismo. Su capacidad de recuperación de severas lesiones o de caídas en el ranking, sus gestos solidarios en la cancha con sus contrincantes y fuera de ella con infinidad de causas sociales, lo convierten por derecho propio en una de las figuras de nuestro tiempo, muy superior a tantísimos otros personajes que sin embargo los tenemos instalados inexplicablemente en el Olimpo contemporáneo.

        Como modesto aficionado al tenis, he seguido su trayectoria desde sus inicios. Reconozco que, en sus primeros años, me parecían impertinentes sus aspavientos al ganar cada punto. En un deporte tan exquisito en las formas, estaban de más dichas molestas bufonadas delante de tu oponente. Sin embargo, una vez superados esos tics juveniles, Nadal se transformó en un maduro jugador, imbatible por su rocosa mentalidad ganadora, y extraordinariamente inteligente en su estrategia, disimulando sus peores golpes y potenciando sus capacidades. De hecho, a lo largo de su legendaria carrera ha ido cambiando su estilo para acomodarse al paso de los años, como por ejemplo ha hecho con el servicio, lo que sin duda revela un ingenio fuera de lo normal. Ha tenido que vérselas con otro gigante tenístico que no juega sino que toca el piano, como dijo Tiriac de Federer, y pese a ello el balance de triunfos entre ellos es netamente favorable al balear.

        Tanto nos hemos acostumbrado a sus proezas, que ya no damos importancia a sus resultados en torneos del Grand Slam en los que nuestros jugadores no pasaban de las primeras rondas. Hemos agotado los adjetivos para calificar sus trofeos y sus récords. Rafael Nadal ha subido a España a la primera división mundial y la ha ganado para todos una y otra vez, por lo que le debemos como nación el mayor de nuestros reconocimientos, por qué no el título nobiliario de más relieve que pueda otorgar el Rey.

        Nadal es, además, el mejor embajador de España. No hay rincón del planeta que lo desconozca y que no lo aclame. En eso sucede a otros dos españoles de primera, a los que igualmente tenemos pendiente recompensar por tantos éxitos a lo largo y ancho de los cinco continentes: Julio Iglesias y Seve Ballesteros. Su imagen es la española, y fotografías suyas cuelgan del más mísero cuarto de una chabola en Nueva Delhi hasta la más moderna habitación de un rascacielos en Manhattan.

        En un país en donde la envidia es el pecado más extendido, Nadal se salva por su sincera modestia en las formas. A diferencia de otros campeones españoles en otros deportes o actividades, sumamente antipáticos y soberbios, el tenista de Manacor exhibe por donde va una naturalidad impropia del divo que bien podría creerse, y por eso atrae a multitudes y las suegras lo ven como el yerno ideal. Su aparición frecuente como reclamo publicitario es un premio adicional a esa normalidad y cordialidad que prodiga, que se nota a leguas que no es impostada.

        Muchísimas gracias por todo, Rafa, eres un fenómeno.


Javier Junceda.


 
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