Rascacielos, rótulos, relojes

I. Un testimonio reactivo de Gutiérrez Solana describe a los señoritos modernos apoyados como monos en la barra de los bares americanos cuando la Gran Vía era blanca y estaba por estrenar: al tiempo llegarían los hoteles dorados y lujosos, los mejores sastres, los joyeros, el comercio fino que con arte de escaparatismo puso en olvido la huella insalubre de aquellos malos barrios de la diversión más peligrosa. Se cumplía así el vaticinio y el mito inaugural de una zarzuela con una ciudad que quería ser vertical y automática. Hacia Sol, en la pequeña city de los grandes bancos, una compañía de seguros había edificado un rascacielos en miniatura que hacía la rima visual con la Iglesia de las Calatravas. La ferocidad de lo moderno resumía así el triunfo de la irreligión y la filantropía universal sobre el milagro de la Caridad y aquel Dios “rico en misericordia” que ardió como prodigio ante Moisés, sin consumir la zarza. Más piadoso, el segundo rascacielos fue la Telefónica: era todavía la Compañía Telefónica Nacional de España y ahí tuvieron que ver Primo de Rivera y su regeneración a la fuerza en la época de moda del monopolio, en los días de la radio. Las fotos muestran a mujeres que pulsan botones de baquelita y muestran también a Alfonso XIII, deleitado y elegante, con la mirada de estupefacción de los Borbones y el pasatiempo de ver desde tanta altura su propia casa del Palacio Real, las torres de las iglesias incontables y la humildad del arrabal con vaquerías. Esto ocurrió hacia 1930 en la muy monárquica ciudad de Madrid, poco antes de que la masa saliera a la calle con inarmónicas banderas tricolores, a celebrar un cambio nominal. Con la inspiración heteróclita de la Quinta Avenida y el Alcázar de Segovia, la Telefónica ocupa un volumen poderoso y magnífico, con un orgullo sereno y sustancial y una bandera de España en la puerta pese a que estemos en época de liberalización, en días cibernéticos, globales. Un espíritu de delicadeza puso en lo alto —no sé cuándo- un reló: es la primera salutación que recibe el viajero nocturno que llega por tren a Madrid, visible por encima de los méritos del Hotel Nacional y del Hotel Mediodía, del tránsito de esos bares populosos, en una vecindad gloriosa de cornisas y azoteas. De tejado a tejado se hablan los aurigas del Banco de Vizcaya, los elefantes de Banesto, el equívoco Fénix de Metrópoli, la adusta Minerva de Bellas Artes, la loba nutricia del Hotel Roma y la espadaña —tan elegante- del Casino. Brújula de todos los suspiros, el reló de Telefónica es un norte entre la niebla y da la hora a las cenicientas y a las damas rubias de Samain. Nosotros hemos considerado su belleza en esa hora menestral de ir a trabajar o cuando caminábamos sin luz ni guía por aquellos sugestivos callejones: su rojo fatal es algo que se agrava en la tarde-noche y en el largo amanecer, ante un cielo bajo que estos días tiene las tonalidades exactas del vino cosechero. Con modestia, cumple la función que cumplía la simetría de las torres gemelas hacia el Sur o la aguja de la Torre Eiffel que acota el río, pero nosotros ya no lo miramos por la urgencia de la hora sino por tener un momento de materia poética: él simpatiza con todos los torreones y templetes misteriosos, se hermana con las bellas despedidas que vivieron los relojes de estación. En el reló de la Telefónica están las cortesías de una ciudad que guardan entre sí correspondencia igual que una aspereza lleva a otra, sin que salgamos nunca del atasco, con una voluntad propensa a todas las felicidades de la vida.

 
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