Sala Turquino

La Habana inmensa cabe en un puño, vértigo arriba de los treinta pisos que separan la realidad y los dominios de la noche. A estas horas, Fidel se muere y Raúl se sirve un ‘chivas’. Cualquier día lloverá azufre vengativo contra el hotel Habana Libre pero esta noche vuelve a ser noche de fiesta en la Sala Turquino. ¿Quién sabrá del monte Turquino, pródigo en café? Importan más los puntos cardinales habaneros: Hotel Nacional, el Morro, el Cerro y el Vedado, la fascinación de la distancia, cerca, lejos. Para volver al tercer mundo, el hielo no enfría y la luz es menos blanca que amarilla. Desde las alturas, si el diablo nos tentara, pediríamos La Habana, tendida ante el mar como una noche de bodas, brizada de vientos y de palmas, con el caribe de vaso mezclador. Una ola del malecón vale por el Asia Central, los estados cerealeros y las moscas del Magreb. ¿Qué es Cuba? Es un estado de voluptuosidad trascendental.

Ya rondan la barra las mujeres que fuman pero la carne es triste y hemos leído todos los libros. Sólo ahora recuerdo que, en palabras de Stendhal, los hombres sensibles necesitan mujeres fáciles. Son o danzón, la música se enciende con cuatro bailarinas de cuerpos ofidios, y yo saldría a bailar pero ocurre que tengo muchas vértebras. En La Habana como en casa, nos acodamos en la barra con el gesto de felicidad habitual y sería fácil cambiarse por el negrazo que acciona las maracas: para mí sus bailarinas, sus camisas con flores; para él, mi pinzamiento lumbar, mi colección de los Episodios Nacionales. La madrugada es una página de Ouvert la nuit y a Morand le gustaría saber que Castro graba las fiestas por si acaso alguno se complica y se reboza. Como el idiota de Hemingway, me aplico al mojito, a la vieja afición de ver bailar: pídeme lo que quieras, Salomé, lo mejor de mi herencia, la mitad de mi reino, la cabeza del Bautista. Santa Teresa diría que, como en Sevilla, en La Habana es suficiente no pecar.

 
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