Últimas cenas - Los restaurantes de la temporada (III)

Il gusto. Uno parece estar en unas termas de cartón pero la penumbra aligera el kitsch. Es de los mejores italianos de la ciudad aunque –curiosamente- es muy poco ortodoxo en su italianidad. Comida de cierta solemnidad y pesado empaque. He ido bastantes veces este año y el nivel siempre se mantiene: magníficos ravioli de foie-gras, muy buenas carnes. Uno tiene la sensación de que la cadena hostelera propietaria no ha de sacar mucho aquí, y debo advertir que este italiano tampoco es risueño en precio. La carta de vinos es magnífica, con las mejores referencias italianas –un chianti monumental de Fontodi, Vigna del Sorbo- perfectamente añejadas porque a buen seguro el precio ha retraído a una generación de clientes. El servicio del vino es en verdad espléndido, como todo en el restaurante, con copas que por lo menos debían de ser Riedel “Maracaná”. El maître encanta serpientes con su simpatía aunque algunos siempre sintamos que con la simpatía nos intentan vender algo.

Príncipe de Viana. Recuerdo haber pasado muchas veces por delante en mi época de adolescente hambriento. Al ver entrar a señores tan importantes en compañía de señoras tan despreocupadas, y tras haber oído no poca leyenda –una frase aquí, un elogio o un recuerdo allá-, uno sentía, irremediablemente, la fascinación primaria pero contundente de “lo caro”. Luego seguíamos nuestro camino, rumbo a las hamburguesas de Alfredo’s, más jóvenes y, por supuesto, mucho más infelices. Lo cierto es que Príncipe de Viana es ideal para celebrar unas bodas de oro y es muy curiosa su mezcla de Ibex-35, catolicismo navarro (que es como el turbocatolicismo) y Henry James. Yo, personalmente, estaría muy contento de que mis impuestos sirvieran para mantener a flote Príncipe de Viana y no para pagar el Matadero de Madrid y sus salas de teatro alternativo. También quisiera celebrar mis bodas de oro en Príncipe de Viana, pues siempre hay gentes decorativas: algún embajador gotoso o algún Alba que lleva en la mirada la melancolía de que sus ascendentes fueran retratados por Goya y por Velázquez mientras hoy sólo son retratados por los fotógrafos del HOLA. Tampoco puede descartarse, dado el ambiente “ribera del Ebro”, que aparezca de pronto un cura carlista con trabuco. El restaurante huele bien, cosa muy importante en los restaurantes –un difuminadísimo olor a cocina en plena carburación- y las meseras y mucamas del lugar, cuyos uniformes deben de haber ganado no sé si el premio a la modestia o el premio a la represión, ya no se ven ni en las casas ducales ni en ciertas casas de retiros que uno conoce. La comida, del bacalao al ajoarriero a las manitas de cordero, es de una finura insuperable, más navarra que vasca aunque al parecer los cocineros son todos de Bilbao. La misma Flora había cocinado una menestra cocida mucho más allá de al dente, ligada –mimada- con una yema de huevo y con un añadido de perrechicos porque ser la estación y pagar otro. En todo caso, la cocina, tras una experiencia reciente y otra hace unos años, es tan buena que parece no tener fondo –es el conservatorio que mejor se conserva de Madrid. Nostálgicos canutillos rellenos de crema para el postre, y un Chivite 125 reserva especial para beber, vino sobre el que podríamos interminablemente así que es mejor no decir nada. En todo caso, al salir de un sitio así, no duele España.

Nicolás. También en la reseña gastronómica hay espacio para las esquelas. Vayan mis respetos para Nicolás, uno de los sitios mejor emplazados de Madrid –en ese microclima que se forma bajo la puerta de Alcalá, antaño lugar de discreto canalleo- y una de las mesas mejor surtidas en el género de terror de la casquería. Recordemos con dolor sus callos “con mucho morro” y el último plato tomado allí, un mar y montaña radical de algo que ahora mismo no recuerdo por no tener aquí las notas. Lo importante de Nicolás, muy frecuentado por políticos, artistas (léase actrices sin trabajo) e incluso por gentes que no somos nada, es que murió sin que nadie jamás pudiera decir que estaba de agonía o de declive. Es decir, una muerte honrosa y señorial, en un sitio que tenía el extra de ser menos caro de lo que podía ser. Pocos días antes de cerrar, leí que una ministra y una artista decían que este era un sitio suyo favorito; para mi sorpresa, las encontramos a las pocas jornadas, cada una en una mesa distinta de

Casa Manolo, lugar que hace años y años que se ha hecho fuerte junto al Congreso y el teatro de la Zarzuela, y que mantiene cierta autenticidad de vieja tasca aunque lo auténtico no es lo que era. Pese a todo, subsisten magníficos espejos de Gin Giró, de las destilerías de Pedro Giró, en Barcelona, pilar fundamental que luego conocería sus cismas con la ginebra MG (Manuel Giró). Como sea, Casa Manolo está algo sobrevalorado, también en sus alabadas croquetas, y personalmente comí unos riñones al jerez muy poco dignos –la materia prima estaba algo pasada, acidulada ya. Dicho esto, es barato y uno puede hacerse ilusiones castizas e incluso ver a algún diputado famoso, que es algo que a alguna gente le impresiona mucho.

Più di Prima. Este lugar, como la dirección de orquesta de Celibidache, sólo parece producir raptos de entusiasmo o deploraciones “in toto”. Me encuentro entre los entusiastas. No hace tanto tiempo que cambiaron la gestión, y el señor de la barba, que con su antipatía se ganó la antipatía de tantos madrileños –no la mía-, ha desaparecido para que ocupen su lugar unos italianos con restaurante en Menorca. De hecho, hay guiños menorquines en la carta. El lugar es caro y, a mi entender, es el mejor italiano de Madrid o, al menos, el más solemne, desde los antipasti hasta los postres. El servicio del vino sigue sin destacar, aunque hay cosas muy buenas –el sardo Turriga, por ejemplo-; lamentablemente, el carrito de las grapas no es lo que llegó a ser. Las pastas son memorables y complicadas aunque uno se queda con los risottos. La “oreja de elefante”, como debe ser, es de grosor milimétrico. Cabe advertir que el lugar no es una trattoria desenfadada, sino un sitio donde uno puede imaginarse comiendo a algún periodista egregio del maravilloso Corriere della Sera.

La Tasquita de enfrente. Foie, trufas, champán, selectas gollerías que van del caviar a las espardeñas: todo parece espléndido, la comida, sin embargo, es decepcionante, y el lugar es inquietante. Soy consciente de hablar de un sitio con buena reputación de honestidad que, sin duda, se cobran, y con el aliciente de haber sacado adelante un restaurante en un lugar por detrás de la Gran Vía donde hombres embrutecidos entran en sex-shops y prostitutas de toda tierra se afanan por llegar antes que nosotros al reino de los cielos. Pese a todo, la cercanía de dos grandes empresas ha contribuido a la prosperidad de un sitio donde, de cuando en cuando, alguna gran señora se deja ver a la hora de la comida. La carta es lo que hay del día; nosotros elegimos unas espardeñas que el cocinero nos quiso cambiar por zamburiñas aunque al final nos trajo unas espardeñas peores que las de Casa Rafa y luego una raya a la mantequilla negra peor que la de Caripén. Insisto en que no quisiera ser injusto. El servicio es demasiado informal, formado por una especie de gladiadores con “maniera” de lo más sorprendente; la presentación no está a la altura, y la carta de champañas está completamente ajena a los esfuerzos de los mejores importadores. De hecho, depara sorpresas desagradables: uno no puede ir siempre por la vida bebiendo Clos du Mesnil, y al pedir un André Clouet Un Jour de 1911, resulta que no lo tienen y nos lo cambian por un monovarietal -¡otro!- de pinot meunière realizado para la revista Matador y que ni está hecho ni se le espera. Parece que en la Champaña están con la p. meunière como en Rioja con la graciano: lo cierto es que, salvo algún “tour de force” enológico como Krug o Salon, el champaña ha de enamorar, y ese no enamoró. El lugar es muy caro –muy caro- y deja la sensación frustrante de haber ido a un muy buen restaurante de 1989, aunque seguro que si uno es habitué las sensaciones cambian –nuestros afectos lo cambian todo. Por otra parte, y quizá debido a las emanaciones del barrio, salió, de modo espontáneo y unánime, el tema del satanismo que se respira en el lugar, aunque es posible que no todo el mundo tenga la sensibilidad desarrollada al respecto. El posgusto de decepción puede aliviarse al salir y contemplar la magnífica trasera del edificio de la Telefónica: Carlos V en la edad de los rascacielos.

L’Olio. Otra nota necrológica para un lugar que siempre destacó por la cocción de su pasta. Aquí, lamentablemente, sí hubo indicios de agonía: una carta de vinos con dos referencias, una sala vacía como el velatorio de una mala persona, etc. ¿Cómo es posible, más allá del precio, que este lugar que arrasó en su día haya dado paso ahora a otro restaurante, en una buena zona mesonera? Como al restaurante ya no se puede ir, aprovecho para recordar las camisas del dueño –coloridas, fantasiosas, imposibles- y adelantar una teoría: en el gremio de la hostelería es muy común, entre los dueños, tener este género de camisas, pues el traje y la corbata son poco prácticos para su trabajo y de algún modo han de tener precedencia; por otra parte, siempre hay un punto narcisista en la restauración, y además es un negociado en el que abunda el dinero negro, que suele ir a parar a la sección camisería y complementos, cuando no a la de viajes a Argentina.

Clarita - La Mucca. Gloso brevemente los dos restaurantes a la vez por estar los dos en Malasaña y ser los dos muy neoyorquinos. Quienes busquen afinar más, encontrarán uno muy tribeca y el otro muy SOHO. Personalmente, prefiero Clarita, que comenzó llamándose Larita hasta que el vecino teatro Lara se enfadó. Uno puede ahí tomar la copa de antes y la de después, la carta no es amenazadora en cuanto a precios ni en cuanto a longitud; las camareras, pese a ser jóvenes y guapas, son serviciales, el ambiente es distendido y relajado: en definitiva, casi el sitio que uno querría poner si optara por la vida “happy” y no cayera de cuando en cuando en un espíritu reaccionario que le llevaría a prohibir no ya el aborto o la eutanasia sino la manga corta y la risa de los niños. En todo caso, un lugar recomendable, todavía no tomado por las hordas que visitan Malasaña los fines de semana para ver cómo es el mundo. La Mucca tiene un espíritu similar aunque más grande, está en la placita del Bar Palentino, en uno de los locales más codiciaderos del barrio, y con una carta en la que predomina la inanidad exotizante sin pretensiones gastronómicas. En cualquier caso, Clarita y La Mucca son buenos sitios para cenas muy décontractées.

Zorzal. En el primer local de Zaranda, probablemente haya leído usted muy gratas referencias. Carta escueta. A mí me fastidió que no tuvieran lo que quería, un arroz con tripas de bacalao, y entre eso, el servicio, el ruido, la estrechez, una incómoda sensación de estar al raso y dos falsas columnas de loft, mi opinión se vio afectada negativamente. Como Zaranda, aunque en escala más modesta, cojea algo en la carta de vinos, y también falló un vino que pedimos. El fino del aperitivo lo trajeron ya servido, costumbre reprobable. Comenté con un amigo mi pésima impresión sobre un miembro del servicio, diciéndole que parecía que acababa de estar matando algo con sus propias manos, aunque de estas intuiciones uno no puede fiarse porque luego igual resulta ser del Camino Neocatecumenal y hemos cometido una gran injusticia. Pero no, el amigo aludido me comentó que le había visto abroncar a una pobre camarera en términos brutales.Como fuere, ahora el chef está en Senzone tras el abandono del matrimonio Morales-Cotroneo, haciendo su cocina neotradicional de costumbre a precios más moderados que en los años locos de la pareja. Lo cierto es que uno debiera volver a Zorzal para recibir mejores impresiones; lo cierto es que apetece muy poco. En la misma calle hay un Rey de los Tallarines estupendo.

 

Casa Fidel. No estoy muy enterado de si es el último o sólo el penúltimo grito en Malasaña, barrio que ha llegado a las croquetas tras hartarse a fajitas. Casa de comidas de asepsia elegante pese a tener uno de esos rótulos que, tanto tiempo después, dicen aún “Gal2 4ever”. Es barato, la carta es concisa, lo que llega a la mesa es siempre de buen nivel y está más en la liga de las tapas que en la de los platos. Resuelve una comida o una cena con algo más que dignidad, y a la salida uno puede parecer “muy antiguo y muy moderno”, como quería Darío.

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