Víboras y Ángeles

Lo de la industria de la música comienza a ser insostenible, sé que llevo varios meses contándolo en esta Tribuna. Aunque hay cosas que mejoran levemente gracias al trabajo de personas y artistas muy concretos, en los bajos de las grandes discográficas sigue anidando una despreciable especie que resiste a su natural extinción envenenando al prójimo sin descanso. Una especie necia, a veces hasta corrupta, incapaz de comprender que la materia prima de su trabajo es mucho más importante y mucho más digna que su obsesión por todo lo que brilla. Padece el mal de la Urraca. Una especie absolutamente inadaptada en un mundo cambiante lleno de nuevas formas de expresión y comunicación, repleto de novedosos canales para hacer llegar el arte al público. Una especie tiránica que vive de imponer el silencio a los artistas, a quienes frecuentemente tiene cogidos por el gaznate de un contrato mal firmado, de unas promesas que no valen absolutamente nada, de cuatro duros envueltos en varios miles de capas de papel de periódico. Una ruina de especie que pretende que su ley del silencio y las malas artes lleguen a todo el mundo y a todos los ámbitos. Una especie que, a veces, como hoy, tiene nombre y apellidos, aunque lamentablemente aún no los pueda escribir con acierto.

Pero conmigo han clavado sus dientes venenosos en hueso. Por mí pueden tragarse su sobrada experiencia –con esa voz tan grave y tan profesional que les encanta poner-, sus años en la industria y sus casos de éxito relativo. No tienen ni idea de música, ni de la industria, y nadie en su sano juicio se atreverá a decir lo contrario en privado. La complicidad vergonzosa que buscan no la podrán encontrar nunca –o eso espero- en los campos donde me dejen pastar. Total, sólo recibo sus llamadas cuando escribo lo que no quieren leer.

En menos de una semana he conocido tres casos casi idénticos. Grupos “maqueteros” a los que, por fin después de muchos años de conciertos anónimos, se les abre la puerta de una gran discográfica. Entran, firman lo que sea y escuchan todo tipo de palabras bonitas. En los despachos donde cuelgan los mejores Discos de Oro de la compañía hay muchas miradas y muchas sonrisas pero no todas son iguales: sonríen las víboras y sonríen los ángeles. Las víboras enseñan más los dientes pero los ángeles miran más profundo. Las víboras los han obligado a firmar un pacto –implícito o explícito- de silencio y obediencia a la suprema casa discográfica y al magno manager y los ángeles simplemente se han quedado prendados de unas canciones que prometen dar muchas alegrías. A las víboras les encanta no respetar el trabajo ajeno y a los ángeles les indigna tener que compartir mesa con la incompetencia hecha serpiente. A veces, muchas veces, mandan más las víboras que los ángeles. Porque en la maldad de las víboras vive esa especie de la que les hablaba al principio.

Y sucede que esos grupos que por fin creen que ha llegado la hora de que el mundo entero se rinda a los pies de su música –tal y como les han prometido- firman lo que sea por alcanzar la meta. Y sucede que se convierten en esclavos de su propia ilusión, pervierten su personalidad y pasan a ser involuntarias marionetas de mentes perversas e incompetentes. Pero todo está cerrado, incluida la puerta para escapar.

Así los he encontrado a los tres. A unos muriéndose de ganas de participar en uno de los conciertos de pop español más grandes y más “auténticos” –odio esta palabra- que se ha visto en la capital de España en los últimos años. Una fiesta a la que estaban invitados y a la que su parte contratante de la primera parte les desaconsejó acudir. No vayan ustedes a malgastar el prestigio que se han ganado con nuestro excepcional trabajo en una fiesta de “vulgares” enamorados de la música llena de artistas “de segunda”. A otros los he visto maldiciendo su destino por sentirse engañados, porque el oro prometido resultó ser para otros y del moro nunca más se supo. La gloria, para colmo, fue mucho más escasa de lo previsto. Y a los terceros los encontré directamente buscándose un abogado competente para terminar con esta farsa, por las buenas o por las malas.

Y ríanse ahora. Porque al final resulta que los que se quejan de que ya no se venden discos, de la crisis de la industria, de la piratería y de mil fantochadas más son éstos mismos, secuestradores de talentos, envenenadores profesionales, vendedores de humo con título siciliano. Son las víboras que mordisquean presas sin descanso en algunas grandes discográficas, las que cierran la boca a los ángeles, las que echan la lagrimita en las entrevistas diciendo eso de que el negocio va fatal... presumen de ser las víctimas pero son los asesinos. Y entre necedad y necedad disfrutan manejando a los artistas más vulnerables, que son su plato más deseado.

Después de haber visto tocar y entregarse en un escenario a cambio de nada, hace ahora una semana, a Antonio Vega, a Los Limones, a José María Granados, a La Ley de Murfi, a No se lo Digas a Mamá, a Alberto Comesaña, a El Norte, a La Trampa, a La Tercera República, a Ramón Arroyo, a Carlos de France y a tantos otros, verdaderos enamorados de la música, en la fiesta de sexto aniversario de Popes80, sólo puedo maldecir a esas víboras que estropean el trabajo encomiable de tantos y tantos artistas de “primera división”, como diría El Pulpo. Ninguno de los que estuvieron la semana pasada en la citada fiesta se merece estar en las manos de esas malditas víboras. De hecho, lo más experimentados, ya hace tiempo que no están a tiro de su veneno.

Pero hoy, a pesar de todo, prefiero pensar en la otra parte, en lo bonito: menos mal que todavía quedan artistas –muchos- en los que creer. Sucedió, como digo, la semana pasada en Madrid. Y la prueba de ello está grabada, se conserva en los estudios de City FM por si dentro de unos años nadie me cree cuando suelte la fábula de las víboras y los ángeles del desgraciado mundillo discográfico.

 
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