No ha acabado la historia, pero no hay espacio para la revolución

Se estima la derrota de Geert Wilders, como antes la de Norbert Hofer en las presidenciales de Austria, como un freno a las tendencias populistas y xenófobas que se iban extendiendo en países desarrollados de Europa. El próximo contraste, los comicios de abril en Francia, con Marine Le Pen en primera línea de sondeos.

Los observadores suelen referirse al malestar social y al descrédito personal de los partidos clásicos para justificar el ascenso del populismo, única revolución antisistema concebible en estos momentos. Puedo lógicamente equivocarme, pero no merecen mucha atención difundidos fenómenos también antisistema, incluso en España. Ciertamente coinciden con el populismo en cierta irracional visceralidad. Pero repiten argumentos arcaicos, de escaso fuste intelectual, y objetivos ya fracasados en el mundo contemporáneo. No ha acabado la historia, según la frase repetida de Francis Fukuyama, pero parecen haberla olvidado por completo. Defienden posturas más propias de países tercermundistas –Venezuela o Cuba- o repúblicas islamistas de nuevo cuño –tipo el Irán de Jomeini.

Basta pensar en las dificultades de Vladimir Putin cuando se cumple el centenario de la revolución rusa. Como se preguntaba a comienzos de año Santos Juliá, lo sucedido en Rusia entre febrero y octubre de 1917, ¿fue una revolución social o un golpe de Estado impuesto por un partido único? La respuesta ha provocado intensos debates, aunque se van imponiendo las tesis propugnadas en su día por pensadores como Hannah Arendt, o historiadores como François Furet.

Hasta los sesenta, el comunismo parecía la encarnación de la esperanza utópica de un nuevo mundo con un homo sovieticus también nuevo. Se daba auténtico culto al pensamiento marxista en las universidades anglosajonas o europeas. Penetraba, incluso, en las iglesias cristianas a través de la teología política alemana, pronto sintetizada en un liberacionismo extendido sobre todo en la América hispánica. Era la época de la lucha contra la guerra en Vietnam, el comienzo de la descolonización, la superación del capitalismo burgués, o la primacía de libros rojos y poetas cantores de la revolución.

Se ha escrito que, en rigor, la única revolución ha sido la francesa. La tesis no es de un pensador galo, sino del sociólogo Axel Honneth, que dirige el Instituto de Investigación Social de la Universidad Goethe de Frankfurt, y es también profesor de Columbia, en Nueva York. Se apoya, sí, en Alexis de Tocqueville, quien consideraba que “después de la Gran Revolución, no habrá otra”. A juicio de Honnet, “una vez establecidos los grandes principios y proclamados los derechos humanos fundamentales, el problema es ya más bien cómo incorporarlos a la realidad”.

Sin embargo, se han concatenado promesas y praxis revolucionarias en el siglo XX. Sufrieron sus propias etapas de Terror y derivaron más o menos hacia el Imperio. Lo justificaron ilustres intelectuales aun al precio de negar hechos evidentes que acabarían abriéndose paso en la vida colectiva, y no sólo como consecuencia de una propaganda de signo contrario propia del macartismo o de la guerra fría. Así, en la “hipótesis comunista” de Alain Badiou, que cita Santos Juliá: “no oculta los hechos, simplemente los da como no pertinentes: si la revolución y el comunismo se han revelado como una forma de transición, tardía y particularmente cruel, del feudalismo a la más rapaz versión del capitalismo, peor para los hechos. Hay que comenzar una y otra vez de cero para que el espíritu de Hegel no nos pille dormidos cuando de nuevo emprenda el vuelo anunciando otro amanecer que canta”.

Desde luego, la tergiversación de los hechos no es patrimonio exclusivo del marxismo. Aparece en toda ideología que los interpreta, ignora o falsea en aras de su propio interés, ajena a una búsqueda de la verdad a la que se renuncia de antemano en nombre de la praxis. Buenos ejemplos tenemos en la actualidad política de América, de Europa o de China: un fenómeno amplificado por el predominio de la cultura audiovisual y la increíble expansión de las nuevas tecnologías en el debate social. Pero esa excesiva presencia en las Redes sociales, especialmente de la gente más joven, se atempera por su tendencia a la abstención: una posible explicación de la distancia entre sondeos y urnas. Porque, por paradójico que parezca, la juventud no está hoy de hecho por la revolución, sometida a la primacía del individualismo conformista.

 
Portada
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato