El alcance del pacto de Marrakech sobre las migraciones

La Guardia Civil rescata a inmigrantes ilegales de una patera.
La Guardia Civil rescata a inmigrantes ilegales de una patera.

Termina un año agitado por los movimientos migratorios, nada pacíficos por cierto: no es necesario reiterar las cifras sobre muertes a las puertas de Estados Unidos o en diversas zonas del Mediterráneo y -ahora menos-, en el Atlántico próximo a las Canarias. La ONU calcula que, en lo que va de siglo, más de 60.000 personas han muerto como consecuencia de las migraciones. Sin duda, es uno de los grandes retos para la paz en el mundo, presente en las cancillerías de las grandes potencias y, sobre todo, en el alma cristiana del papa Francisco, como se comprobó en aquella primera e inesperada visita a Lampedusa.

No es preciso recordar las dificultades para la aplicación del derecho internacional. Siguen existiendo grandes potencias que no han firmado o no han ratificado el tratado de Roma que creó el Tribunal penal internacional de La Haya al final del siglo pasado. Pero la ONU y sus instituciones, aun con sus políticas vacilantes, son motivo de esperanza para la paz mundial.

En esa línea se inscribe el pacto de Marrakech sobre las migraciones. La fragilidad de los acuerdos internacionales –éste no es propiamente un convenio exigible en derecho-, no impide la grandeza de sus principios, muchos forjados en la Escuela de Salamanca. En ese momento de plenitud intelectual española se dio razón teológica y jurídica de los retos planteados por el descubrimiento de un Nuevo Mundo. Más allá de tantas demagogias futuras y recientes, ahí se encuentra la base del ius communicationis; como, en las relectiones de Indiis del Maestro Vitoria, la vacuna contra viejos y nuevos racismos o xenofobias. Pero los sentimientos arrumban con frecuencia las mejores razones, más aún en la era presente tan influida por lo audiovisual.

Más de una vez se ha repetido que no hay ningún derecho humano absoluto, ni siquiera el derecho a la vida: alguno se escandaliza ante esta afirmación, pero corresponde a la experiencia de la abnegación cristiana que arranca nada menos que del Calvario. No es lícito matar –hasta la abolición de la pena de muerte-, pero sí arriesgar o entregar la propia vida para el bien de otras personas, o de la sociedad.

Por esto, aunque en materia de migraciones debe primar siempre un enfoque humanitario, éste es compatible con las prudentes regulaciones de un fenómeno inevitable, más aún en un mundo globalizado. No otra cosa pretende el pacto de Marrakech –por la ciudad de Marruecos donde se aprobó el pasado 10 de diciembre, con el voto de representantes de casi 160 países y fue ratificado el día 19 por la Asamblea general de la ONU en Nueva York-: presentar criterios a los Estados para favorecer una migración "segura, ordenada y regular".

El extenso documento no enmascara los problemas, que están en la mente de muchos. Pero ofrece mecanismos para garantizar el espíritu del derecho internacional en los diversos momentos del fenómeno migratorio. El pacto no destruye las fronteras, pero aconseja medidas que alivien la espera o la arbitrariedad y, sobre todo, prive de toda razón a quienes trafican con seres humanos.

Se comprende, pero no se justifica, la triste oposición de Estados Unidos y de algunos países europeos, como Austria, Hungría, Polonia y Eslovaquia, que no son ajenos –sobre todo estos últimos- a amplios procesos migratorios en su historia reciente. Desde luego, la grandeza de Estados Unidos no se entiende sin el proverbial espíritu de acogida de tantas personas procedentes de culturas muy diversas. Algunos aspectos –corregibles- de la inmigración no pueden justificar revueltas como las de Bélgica –hasta la dimisión del primer ministro Charles Michel-, o políticas cuasi-xenófobas como la austríaca.

No se sostienen propagandas protagonizadas por los partidos populistas y nacionalistas, a raíz de hechos aislados, probablemente encauzables. No es preciso llegar a los extremos de las normas canadienses o los proyectos germánicos, que buscan promover sólo una emigración "de calidad", es decir, de personas cualificadas profesionalmente que, de hecho, significarían un empobrecimiento a largo plazo de las naciones de origen. Pero es admisible evaluar las solicitudes de residencia –distintas de la petición de asilo- teniendo en cuenta el nivel de educación, la edad, los conocimientos lingüísticos y la oferta real de empleo, para que el inmigrante pueda encontrar un trabajo no inferior a su titulación profesional. En Alemania, que destacó en la última crisis por su generosidad en materia de asilo a refugiados, preocupa ahora más la realidad de casi un millón de empleos vacantes por falta de personas cualificadas.

El pacto de Marrakech no es vinculante para los Estados. Respeta la soberanía nacional. No habrá sanciones para quienes lo incumplan. Pero no deja de desatar pasiones que, por mucho que se basen en esa defensa de la propia identidad, contribuyen muy poco a la solución de uno de los grandes problemas del siglo XXI, aunque afecta sólo al 3,4% de la población mundial, a pesar de tantos estereotipos y simplificaciones.

 
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