El anillo

Quiso hacerlo, además, con el mayor grado de discreción posible, dentro de las limitaciones que siempre tienen los asuntos de protocolo y seguridad en las visitas de Estado. Wojtyla llegó acompañado de su séquito a una de esas míseras chabolas y cuenta su secretario personal que percibió en él una especial agitación interior que nunca hasta entonces le había notado, mientras sus retinas recorrían angustiadas los techos y paredes de aquellos inmundos barracones, en los que familias se hacinaban en condiciones deplorables. Dziwisz relata que, mientras el Papa escuchaba en silencio las explicaciones sobre la dura supervivencia en la comuna, observó cómo se quitaba lenta y disimuladamente su anillo del pescador y se lo daba a aquellas pobres gentes, tratando de que nadie se diera cuenta.

 En estos tiempos, en los que el escaparate social precisa permanentemente de productos, qué bien nos iría exhibir comportamientos como este del pontífice polaco, sencillos y entendibles por cualquiera. Sin embargo, este tipo de conductas, lejos de llevarse a los telediarios, sean protagonizadas o no por personalidades de relieve, se ocultan y se sustituyen a menudo por actuaciones que dejan tanto que desear.

 La razón por la que eso ocurre no es fácil de desentrañar. La idea tan difundida en los medios conforme a la cual las buenas noticias no deben ser noticias, es posible que tenga algo de responsabilidad en este asunto. Aunque toda democracia moderna deba contar con una opinión pública madura, en la que se conozca lo espantoso que resulte de su sociedad, me parece que el foco no debiera ponerse en exclusiva en ese lado oscuro de la luna, por más que sirva para atraer a la audiencia o incluso para implantar un estado de cosas en el que lo negativo triunfe.

 Se podrá oponer a este razonamiento la difuminación que experimentan en esta hora los conceptos del bien y del mal. El relativismo que preside las actuales relaciones sociales, unido a la progresiva pérdida de influencia del cristianismo en occidente, hace que las tesis clásicas sobre esta delicada cuestión pasen a mejor vida. En una suerte de nueva banalización del mal de la que nos ilustrara Arendt, ciudadanos en las regiones más alejadas del planeta, al abrigo de esas penosas maneras que se difunden por los altavoces audiovisuales, continúan actuando como peones de dicho sistema, cumpliendo a rajatabla sus reglas, sin detenerse a reflexionar sobre sus actos o a analizar mínimamente el porqué de su pertenencia a él. No creo que concurran aquí componentes volitivos o de especial maldad, sino una mera correa de transmisión de criterios que se imponen la mayor parte de las veces por impulsos mercantiles, y que se traducen en situaciones tremendas que paulatinamente comenzamos a ver con normalidad.

 Menos mal, no obstante, que lo bueno, aquello en lo que cualquiera advierte el bien, como el caso del anillo del gran Papa, ejerce siempre de extraordinario compensador de tanta inconveniencia. Estamos rodeados de personas excepcionales que a cada hora elevan la condición humana y convierten a este mundo en algo maravilloso. Lo que toca ahora es descubrirlo y divulgarlo, sea en los periódicos o en el boca a boca.  


 
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