2016: el año en que nos asomamos a ‘Black Mirror’

Charles Dickens y zombis (que dicta el furor crossover) Como suele pasarme en estos casos (cuando tengo pesadillas, ¡en general!) no recuerdo situaciones concretas ni detalles, más allá, claro, del consiguiente impacto de tropezarme a los susodichos hasta en fase REM. Sé que hablaba con uno, que de pronto ese uno era el otro y que al final, el tercero de marras era los tres al mismo tiempo. Siempre con innegable fair play, conste.

Luego, y como manda la tradición, el pifostio onírico se zanjó diez minutos antes de que sonara el despertador. Aunque esta vez experimenté alivio. De hecho, el primer pensamiento del día fue de profunda gratitud: sería una auténtica faena -por decir algo fino- contar con un grano de memoria a lo Black Mirror que me tentara a revivirlo todo.

Afortunadamente, el vórtice sueño/vigilia había quedado inmejorablemente sellado entre a saber qué pliegues de almohada. Y que la lavadora aún rumiara la colada de la tarde anterior me hizo suponer que mi cabeza continuaba tan falible como de costumbre.

Y ahora es cuando introduzco mi cerrada defensa de la serie de Charlie Brooker, auténtica flor de un solo día del esnobismo seriéfilo. Porque sin dejar de ser cierto que en un momento determinado la ficción decide (convengo en que con poco acierto) desprenderse de su planteamiento original y virar hacia otro más clásico (y coral) del mismo conflicto; esto no es obstáculo para reconocerle sus numerosos hallazgos, preclaros y sobrecogedores como vaticinios de Asimov.

No es fácil que un producto audiovisual alcance ese grado de intimidad con el espectador, al que seduce pronto para luego escarmentar sin descanso. Cada episodio arranca con una potente premisa realzada por una apuesta visual rompedora y un ritmo eficaz. Pica el incauto y termina arrastrado por el espejo a una suerte de supra-metáfora de la misma distopía que dibuja.

Es un comportamiento en la línea de las nuevas series autoconscientes que me divierte muchísimo y que, de consagrarse, promete una segunda generación serial interesante y pródiga en niveles narrativos y metaficcionales.

En cualquier caso, la clave del éxito de Black Mirror es que nos enfrenta a amenazas que no pueden ser observadas desde la distancia. No es intriga política, no es ficción histórica, no es violencia extrema en un falso medievo. Lo que nos sustrae el refugio lúdico es, justamente, la cercanía. No se puede fantasear con un peligro tan próximo, tan verosímil. La experiencia es forzosamente dramática.


El espejo de Brooker es un demoledor catálogo de soledades, presuntamente futuras pero incómodamente familiares, que sofoca sin clemencia el más mínimo conato de esperanza. Podemos abstraernos, intentar no implicarnos, hasta bromear con lo que se nos plantea; pero siempre, con el latente desasosiego de estar bordeando lo blasfemo.

 

Cada episodio es como un aldabonazo a la conciencia. Nos reconocemos en esa determinación febril de delimitar lo humano, capturarlo, pelarlo de avatares e incertidumbres, y disfrutar de su revoloteo inútil en el interior de un frasco.

Porque ¿qué es nuestra deriva generacional sino una global, minimalista (y profiláctica) expedición de caza? El rasgo humano es pieza mayor pero, en nuestra calidad de furtivos, solo nos llevamos del bicho lo presuntamente valioso: apreciamos la memoria, pero sin lo finito y el margen de error. Las habilidades sociales, pero solo si denotan liderazgo. La emoción y la capacidad empática, siempre que no limiten el plano profesional.


Hace tiempo que repudiamos las aristas y en efecto, ya no admitimos en la vida “nada que no podamos dejar en 30 segundos si la pasma nos pisa los talones”. Menos aún si ya lo hemos sacado del embalaje. Porque todo hoy -desde la nueva política a los baby shower, desde la (presunta) espontaneidad ciudadana a la (calculada y perversa) revolución curvy, las sectas del pensamiento positivo, el empoderamiento y el leadership responsable. El animalismo paranoide, las prebodas, las postbodas, la (hiper)correción política. El cortejo tinderiano. Naomi Klein. Todo, en suma, es de una redondez siniestra y opresiva.

Y las redes sociales no han hecho sino amplificar esta deriva. Es más, la han convertido en una competición estomagante, una ceremonia kafkiana en relucientes fascículos de timeline. O volviendo a Dickens, un versallesco comedor social repleto de mendicantes de cariño.

 Luego está el furioso reverdecer de los videojuegos. ¿Quién iba a decirnos que tras la revolución 'hiperesteta' de Steve Jobs acabaríamos desempolvando (que ya hay que desempolvar) las pantagruélicas gafas VR de los ochenta? ¿por qué no ha sido, también, hasta esta última década que hemos hecho las paces con el vilipendiado cine en 3D? Responderán que la tecnología ha mejorado hasta hacer de nuevo atractivas ambas opciones. Aunque quizá tampoco como hasta ahora habíamos demandado un ocio tan inmersivo y escapista.

Así que celebro que una serie como Black Mirror, a medio camino entre Historias para no dormir The Twilight Zone, nos haya acompañado en los últimos meses del año de la posverdad. Posverdad y zombis. Y elecciones. Cada episodio, un pecado capital posmoderno y su furibundo castigo. Huxley para dummies. Pero Huxley.

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