Siete años de Twitter

Siete años ya. ¿Tanto llevamos sufriendo la plaga de la ciberlangosta? Soy de los que repudian Twitter. Le profeso una aversión desinteresada, una ojeriza pura y limpia, incontaminada de rencores: no tiene origen en un mal concreto que haya sufrido y que deba imputar a su existencia. Simplemente me repatea esta red social en su conjunto, desde el nombre mismo hasta la terminología y los usos que ha impuesto en la comunicación.

Twitter es un pedestal del ego, y la leyenda de ese pedestal está redactada con anglicismos intragables. Hashtag, follower, trending topic, tweet, retweet... Pero ¿estamos tontos, o qué? ¿Cómo hemos integrado sin sonrojo en el habla cotidiana estos barbarismos de tres al cuarto? Será porque al usarlos tenemos la sensación de estar a la última, aureolados con el prestigio vacuo de lo que aún es reciente y además viene de fuera. Culpa grande de la invasión de Twitter, de su jerga y sus extemporáneos signos —horror de almohadillas y arrobas sembradas por doquier— la tienen los periodistas. Ya no hay informativo, tertulia ni publicación impresa en que no aparezcan las obligadas referencias al oráculo digital de los ciento cuarenta caracteres. Ni uno más, no vaya a ser que pueda desarrollarse la idea y entremos en complejidades.

Se profesa reverencia a Twitter como ágora que ha posibilitado incluso revoluciones. Me parece fenomenal. Cuéntenmelas después. Para encontrar alguna perla en este maremagno de mensajes entrecruzados hay que rebuscar entre una escoria inagotable de naderías. Twitter es el reino del factoide, de la gracieta, de la ocurrencia que busca aplauso y de la memez magnificada, hasta el punto de que su eco muchas veces se perpetúa en la información presuntamente seria. ¿Cuántos días coleó en los noticieros, gracias a los tweets y retweets que produjo, aquella tontería supina de la restauración del Cristo de Borja? Eso por poner solo un ejemplo.

Ni que decir tiene, defiendo la libertad de uso de Twitter, como defiendo el derecho a fumar de quien lo tenga a bien. Lo que no me gusta es verme obligado a ser fumador ni tuitero pasivo. Igual que se ha ido ganando en espacios libres de humo, acaso vayamos logrando también espacios —periodísticos— libres de Twitter. Por supuesto que es tramposa y forzada la analogía entre el tabaco y la red social. Uno perjudica la salud y la otra no, pero entiéndase en sentido lato. Al cabo, y aunque las consecuencias difieran, tan molesto puede resultar que te echen una bocanada a la cara como tener que oír continuamente gorjeos de ingenio desafinado.

 
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