Apología de la vida

Un recién nacido en un cesta de mimbre.
Un recién nacido en un cesta de mimbre.

El mundo se muere por momentos. Y en occidente nos quedamos huérfanos de la madre Europa. Las naciones lloran las innumerables pérdidas humanas. Nos duelen los párpados de derramar lágrimas y las manos de derramar aplausos.

Chapu Apaolaza, indispensable predicador en tiempos de cuarentena, dice que nunca antes estando tan separados habíamos estado tan cerca unos de otros. La solidaridad se ha convertido espontáneamente en una indudable virtud social. Todos estamos concienciados de la gravedad del asunto. Los jóvenes incluso temen la muerte. Quizás no la suya, pero sí la de sus seres queridos.

Hacinados en pasillos, solos y lentamente, los enfermos cruzan la delgada línea —cada vez más ínfima— que separa la vida de la muerte. Es doloroso pensar que miles de personas no serán lloradas en su entierro. Es desgarrador pensar que muchas de ellas ni siquiera tendrán un entierro digno.

Parece paradójico, pero, de pronto, la muerte nos duele. Nunca nos habíamos preocupado por ella. Sin embargo, ahora protagoniza nuestro presente.

Prueba de ello es que hace escasamente un mes, el Congreso de los Diputados aprobó la tramitación del suicidio asistido, de la muerte por decreto. Nadie alzó la voz en favor de la vida, nadie pensó que la muerte fuera importante, nadie lloró a aquellas víctimas. Los legisladores, queriendo acabar con el sufrimiento, legalizaron la muerte del sufridor. Y nosotros decidimos entonces llamar derecho a lo que hoy llamamos tragedia. "Derecho a morir", proclamaban los cónsules del progreso.

Casualidades de la vida, esta pandemia ha coincidido con el mes de la vida. Mañana, día 24 de marzo, en el mundo entero se celebra el día a favor de la vida. Y lo haremos llorando las vidas que se apagan.

Porque el ser humano ha jugado a ser superior. Las muertes que queremos, el antojo de la desconexión, lo aplaudió la sociedad. Las muertes que no queremos las lloramos. Pero, al fin y al cabo, todas son muertes.

El pasado día 21 de marzo se celebró el día mundial del Síndrome de Down. Políticos, actores y demás miembros de la sociedad civil difundieron con entusiasmo vídeos y fotos de personas con síndrome de Down. Los eslóganes publicitarios y buenistas animaban a la integración de estas personas. Nada más lejos de la realidad, los síndromes de down ya son cosa del pasado. Por duro que parezca, ya no les dejan nacer. En España, el 96% de ellos no ven la luz. En Alemania, el 100% de ellos son abortados. Esta eugenesia selectiva, arbitraria y supremacista ha aniquilado el derecho a la vida de estas personas con capacidades diferentes. Y todo ello, con el blanqueamiento e incluso el apoyo de políticos, actores y demás miembros de la sociedad civil. Esos bebés tampoco son llorados y, mucho menos, dignamente enterrados.

Por todo esto, hoy debo preguntarme cuánto vale la vida. ¿Si es de un discapacitado, poco? ¿Si es de un anciano lo que él decida? ¿Si es televisada vale más? 

 

La vida siempre es vida, y ha de ser defendida siempre. La televisen o no, la disfracen como derecho o incluso como obligación, la muerte siempre es igual de injusta y cada vida tiene que ser defendida, llorada y aplaudida.

El mundo se muere por momentos. Y en occidente nos quedamos huérfanos de la madre Europa. Han cortado sus raíces del humanismo cristiano, y Europa se desangra. Muriendo nosotros muere la civilización. Defendamos todas las vidas. Todas ellas valen infinitamente.

Pablo Mariñoso de Juana

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