Blandengues

Niños en el patio de un colegio.
Niños en el patio de un colegio.

Los de mi generación, y presumo que las anteriores y las inmediatamente posteriores, no sabíamos lo que era el pediatra. Nos llevaban al médico cuando era ineludible, por algún problema severo que precisara su intervención. Conozco a una madre de familia numerosa a la que un buen día avisaron del colegio por el percance de una de sus hijas. Para medir el grado de urgencia, preguntó: ¿de cuántos litros de sangre hablamos? Los niños, hoy, han cambiado el parque por el ambulatorio, porque el sistema ha generado esa demanda absurda además de costosísima y los padres -los mismos de esa feliz época de la infancia sin batas blancas-, estamos encantados de que eso suceda, fomentando una prole de blandengues quejicas inmunes al menor catarro o a cualquier otra contrariedad.

Para esta Arcadia del bienestar que hemos concebido, el riesgo debe ser también eliminado de raíz, en lugar de enseñar a enfrentarlo y gestionarlo como es debido. Una bicicleta, una moto o un patinete siempre han entrañado potencial peligro, pero los de mi quinta aprendimos a conjurarlo en nuestras propias carnes, ya que golpes hacen jinete, como suelen decir en la hípica. Ahora, sin embargo, la seguridad se ha llevado a extremos de hiperprotección hilarantes, como en un caso real que no me resisto a compartir, porque retrata el nivel al que hemos llegado.

Para cortar el sedal de su caña de pescar, un crío de doce años le pide a su padre una pequeña navajita. Juntos, la escogen en el mercadillo semanal de su pueblo. Convertida en patrimonio del chiquillo, se la mete en su mochila del colegio. Un buen día, le da por mostrarla en el recreo a sus amigos y un soplón va con el cuento a los responsables del centro, que se personan de inmediato en el lugar de los hechos con gran aparato verbal, requisan la amenazante arma de destrucción masiva y avisan a la familia en términos similares al descubrimiento del mayor alijo de armamento desde la segunda Guerra Mundial. Algo infantil e irrelevante, como la tenencia de una minúscula navajita de llavero por un chiquillo -que incluso podría servirle para afilar sus lápices en clase-, se transforma por esta obsesión de la seguridad en asunto de la máxima gravedad y perseguible de oficio, contribuyendo sin comerlo ni beberlo a colgar el correspondiente sambenito de delincuente habitual a un chaval nada violento. A este paso, se acabarán poniendo en las escuelas controles como en los aeropuertos y ni las tijeras o compases se podrán llevar al aula.

Entre el relativismo extremo y la odiosa dictadura de la corrección existe el término medio: la normalidad. Ni tiene pies ni cabeza la absoluta relajación de las reglas, ni lo que obligue a vivir en permanente alarma y siguiendo como el prospecto de un medicamento autómatas códigos de conducta preventivos. Como es natural, un automóvil se puede emplear para atropellar, pero no está diseñado para eso, lo mismo que sucede con una navajita, que se puede clavar a alguien en el bajo vientre, pero tampoco ha sido ideada específicamente para el crimen. Los que sostienen que un coche o una navaja son en todo caso armas peligrosas aunque no se usen con esa intención son las neuróticas víctimas propiciatorias de esta estúpida sociedad superreguladora para unas cosas -las de menor importancia- y megapermisivista en las demás, y así nos va.

Le he sugerido al padre de este chico que recupere pronto esa navajita y se la devuelva a su dueño, para que continúe utilizándola al preparar sus aparejos como lo venía haciendo, aprendiendo a tener cuidado de no meterse un tajo y de no metérselo a los demás. Así evitará que su hijo se convierta en otro blandengue que, pasados los años, se torne en un nuevo ofendidito de esos que tanto proliferan.

 
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