Cataluña

Furgones de la Policía Nacional en Barcelona en octubre de 2019.
Furgones de la Policía Nacional en Barcelona.

Mi profundo cariño a Cataluña se asienta sobre entrañables vivencias. Como sugería Pla, he recorrido despacio sus comarcas y descubierto su carácter laborioso, hospitalario y sencillo, desde la Terra Alta a Olot, de Castelldefels a Tortosa, de Lérida a Tarragona. Aunque comparta la idea de Churchill de que resulta imposible opinar de un pueblo si no conoces a fondo a cada uno de sus conciudadanos, los que allí me he encontrado siempre me han parecido de gran valía. Mis buenos amigos catalanes conocen esta hipótesis mía: de haber existido mayor número de ministros de ese origen en el paseo de la Castellana, quizá a España le hubiera ido mejor. Un ilustre protagonista de la política nacional me aclaró, sin embargo, que esa misma idea de “catalanizar” al Estado la había frustrado precisamente un veterano líder nacionalista enfangado ahora en diligencias penales sobre la procedencia de su patrimonio familiar. Desde luego, que algo así no haya fructificado ha sido una verdadera lástima tanto para Cataluña como para el resto de la nación.

Me cuesta creer que las hordas que han vandalizado la Ciudad Condal estén formadas por catalanes. Ni aunque estuvieran pagadas con fondos públicos, como tantas veces ha podido hacerse desde la Generalidad para objetivos así de inicuos. Esa gentuza tiene que provenir de fronteras lejanas, porque jamás me he encontrado con nadie en Cataluña que no ansiara vivir en paz y poder defender sus criterios acertados o erróneos como Dios manda. Ese talante, ese “seny” tan característico de quien vive, estudia o trabaja honradamente en los que fueran territorios de la Marca Hispánica, venga de donde venga y sea de donde sea, es imposible detectarlo en estos bárbaros descerebrados del pasamontañas que han vuelto a llevar la violencia de sus consolas de videojuegos a las aceras.

Tampoco pienso que toque hacer otra cosa que confiar en la eficacia de la policía y en la rapidez de los seguros o del fondo de compensación a la hora de reparar los estragos provocados por esos miserables, que habitualmente se ceban con los coches aparcados en la calle de modestos trabajadores que sufren para llegar a fin de mes. Sería un colosal disparate entrar al trapo de quienes persiguen una reacción desproporcionada de los que tenemos a nuestro lado la ley y la razón. Como se ha comprobado en los sitios donde estos desafíos se han producido, solamente conservando la cordura y la fortaleza institucional se pueden superar, aunque a menudo se haga eterno contar hasta diez. Y, si continúan sucediéndose episodios así por el desgobierno irresponsable de los que tienen el deber de garantizar la tranquilidad social, existen remedios constitucionales o legales para solventarlo, algunos de los cuales ha dado excelentes resultados para controlar al detalle lo que se hace con el dinero autonómico, que es la clave.

Indudablemente, la peor desgracia de la Cataluña contemporánea ha sido padecer un sectarismo ideológico que ama tan poco a su terruño. Si lo quisieran mínimamente, jamás hubieran organizado el descomunal follón que han desatado en detrimento de su propia población, con unas repercusiones socioeconómicas de magnitudes sensacionales que ya veremos cómo se las arreglan para recomponer si no es con la generosa solidaridad del resto de los españoles. Convertir un pulso hacendístico con el Estado en una batalla campal, como han hecho, es sin duda merecedor del calificativo que una conocida revista satírica francesa acaba de dedicar a estos personajes.

 Por más que se empecinen, Cataluña no dejará de ser parte consustancial de España porque es uno de sus principales pilares y porque ninguna unanimidad de sus habitantes desea lo contrario, a pesar del persistente adoctrinamiento totalitario y xenófobo en el que está empeñada esa turba de inconscientes a los que no hay manera de hacer comprender que entre un señor catalán y otro de Murcia no hay diferencia alguna que les haga de distinta condición.

Los catalanes sensatos, que son mayoría, no están solos. A su lado seguimos quienes sentimos hondamente la mala racha por la que están pasando. Pero consuela saber que pronto saldrán de ese pozo para retomar con brío la senda de progreso que tanto bien les ha procurado y tanta pujanza ha supuesto para España.

 
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