Contra la codicia

La llamada obsolescencia programada, una golfería perpetrada en el ámbito mercantil para acelerar el final del ciclo de vida de los productos, cuenta con precedentes no tan remotos. A principios del siglo XX, un cártel de empresas eléctricas europeo se las organizó para acelerar el desgaste de las bombillas, obligando a nuestros abuelos a cambiarlas cada dos por tres.

Lo propio sucedería tiempo después con las medias de nailon, que se hicieron deliberadamente más frágiles para que
sus usuarias no cesaran de entrar a todas horas en las mercerías. En la actualidad, cualquier bien, pero sobre todo los tecnológicos, duran lo que todos sabemos que duran, sin que se nos informe de tal circunstancia cuando los adquirimos.

Un fraude de tamañas proporciones, que propicia cada año estratosféricas ganancias a quienes lo diseñan y ejecutan, no cuenta con ley que lo impida. Ni aquí ni en la Unión Europea. Solo Francia ha decidido atajarlo a través de sus normas ambientales, incluso con penas de prisión para sus autores.

El resultado de esta asombrosa laguna legal es que este nuevo timo de la estampita lo aceptamos como algo
inevitable, sin que la autoridad de consumo haga nada, mientras generamos toneladas de residuos cuya gestión nos cuesta un riñón, cuando no los largamos a descomunales vertederos en países del tercer mundo, enterrándolos aún más en la miseria.

Si antes de comprar estos artículos se nos indicara su fecha aproximada de final, y tal circunstancia se llevara al precio, ninguna objeción cabría hacer a estas prácticas, cuestión medioambiental aparte. Decidiríamos con arreglo a dichas variables, y nos haríamos con aquellos que mejor se acomodaran a nuestra selección, en plazo o coste.

Sin embargo, tal circunstancia no se da hoy, poniéndose a la venta aparatos que, más allá del limitado período del seguro, comienzan a fallar como una escopeta de feria cuando lo ha decidido el truhan de turno al frente de una rutilante corporación en las quimbambas.

La nevera de la reina de Inglaterra lleva sesenta y cinco años funcionando sin problemas, según ha trascendido. La lavadora de mi madre lo hizo durante cuarenta y cinco, y eso que debía atender a una casa de once personas. Estos casos son ahora impensables, debido a este embaucador sistema pensado para hacernos pasar por caja al antojo de los consejos de administración, y sin que quienes tienen el deber de velar por nuestros derechos digan esta boca es mía.

Algo similar sucede con las llamadas intempestivas o correos electrónicos ofreciendo servicios o lo que sea. Aunque se haya actualizado la normativa de protección de datos contemplando más exigencias, continúan interrumpiendo nuestras siestas o trabajo empleados de negocios de lo más variopinto presentando sus ofertas, sin que les hayamos facilitado contacto alguno. A pesar de estar debidamente inscritos en las listas Robinson, concebidas por las instituciones
comunitarias para librarse de ese tormento publicitario, el tiempo invertido en atender a estos pelmazos continúa creciendo, a costa de la paciencia del personal. Advertir a estos inoportunos comerciales que dejen de dar el coñazo es inútil, porque vuelven a la carga cuando menos te lo esperas.

Estos dos simples ejemplos revelan la imperiosa necesidad de contar con gobiernos que se ocupen de los asuntos que realmente importan. Y que operen aquellas reformas que permitan llevar la obsesión por el lucro a umbrales tolerables. Nadie duda del trascendental rol que deben cumplir en una economía de mercado las técnicas orientadas a aumentar los balances de las compañías, pero no todo vale ni el fin justifica los medios.

 

Las legítimas expectativas empresariales han de congeniarse como es debido con los derechos de sus consumidores, importante asunto que corresponde controlar al poder público, a través de las herramientas legales y administrativas, que para eso están. De no hacerlo, nos convertiremos en una sociedad inerme ante la codicia, como ahora sucede.

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