La conversión democrática del nuevo presidente de Nigeria

Y de la decisión de alargar el tiempo de los comicios ante problemas organizativos y técnicos concretos: la utilización por vez primera de lectores de tarjetas electorales biométricas provocó retrasos y larguísimas colas en los colegios. Los observadores temían un rebrotar de la violencia –en los anteriores comicios hubo más de 800 muertos tras el anuncio de los vencedores , pero por fortuna no ha sido así. El presidente en funciones aceptó deportivamente su derrota. Se pasó del miedo a baños de sangre a una euforia que ojalá no sea prematura.

Goodluck Jonathan, cristiano del sur, en el poder desde 2010, felicitó a su contrincante, Muhammadu Buhari, musulmán del norte. Se limitó a recomendar a sus partidarios a utilizar las vías legales en defensa de sus derechos, allí donde estuviera justificado: además del presidente, los ciudadanos elegían a los 109 senadores y 360 diputados que constituyen el parlamento nacional. Recordó la promesa de elecciones libres y justas, con la convicción de haber cumplido su palabra. De hecho, había fortalecido la Comisión Electoral Nacional Independiente (INEC), que aseguró el proceso electoral. Añadió una idea que podría resultar ejemplar para tantos países africanos sumidos en conflictos casi permanentes: “ninguna ambición personal vale la sangre de un nigeriano”.

Muchas vidas se han sacrificado en los últimos seis años como consecuencia del terrorismo islamista, contra el que Jonathan no ha sabido o no ha podido actuar con eficacia. Está por ver si ahora Buhari será capaz de vencer esa difícil guerra, y la no menos fácil lucha contra la corrupción, reflejo en gran medida de esa “maldición del petróleo” tantas veces mencionada para sintetizar las paradojas de países del tercer mundo. Desde luego, los nigerianos acudieron a votar casi en masa, para expresar su descontento, sobre todo, en materia de seguridad y corrupción. Explicaría la elección de un candidato rechazado en las tres consultas anteriores.

Ciertamente, durante el último mandato se han producido avances en la vida económica del país, hasta el punto de pasar al primer puesto en el continente, por delante de África del sur. Pero no resulta nada fácil asegurar el crecimiento de un Estado federal, con marcadas fracturas religiosas y étnicas, y unos 174 millones de habitantes, de una envidiable juventud: la mitad de la población tiene menos de 19 años.

Los problemas económicos y sociales son graves, especialmente en los estados del Noreste, donde actúa con mayor violencia Boko Haram: el 71,5% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, con tendencia decreciente por falta de recursos dentro de una amplia natalidad; el 52,4% de los varones (61% de las niñas) mayores de 6 años no han sido escolarizados. Esa proporción puede llegar a más del 70% en el noroeste, a gran distancia del 92% alcanzado en Lagos, la capital económica de Nigeria, en el Suroeste.

Le toca también ahora a Buhari demostrar la autenticidad de su conversión a la democracia: este general retirado, de 72 años, estuvo al mando de la dictadura militar que gobernó con demasiada energía el país desde enero de 1984 hasta agosto de 1985. Planteó una auténtica “guerra contra la indisciplina”, para erradicar el desorden de los nigerianos desordenados: soldados armados con fustas azotaban a los ciudadanos en las paradas de autobús para enseñarles a formar filas ordenadas; los funcionarios que llegaban tarde al trabajo eran humillados y castigados públicamente; se limitó la libertad de prensa y algunos periodistas acabaron en la cárcel; se debilitaron los sindicatos y los partidos. Buhari logró reducir la inflación y el déficit presupuestario, pero aumentó los impuestos y no zanjó un desempleo endémico. Fue depuesto por otro golpe militar.

El próximo jefe del Estado –se producirá el relevo el próximo 29 de mayo  ha repetido que había “cambiado”, que se había “convertido a la democracia”. Como conclusión práctica importante, renunciaba a su viejo deseo de extender a los 36 estados y al distrito federal la aplicación de la sharía, vigente hoy en doce 12 estados del norte, que ha producido también no pocas turbulencias contra los cristianos.

Lo importante, de momento, es que se ha producido una alternancia pacífica en el poder, que puede servir de modelo a otros países africanos.

 
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