Somos diferentes

Me río habitualmente del discurso feminista porque se apoya en razonamientos artificiales, injustos y alejados de la realidad. Igual que el desvarío machista. Además, el feminismo no tiene sentido desde el momento en que se confirma la superioridad de la mujer sobre el hombre. Lamento corroborárselo a esos hombres que aún tenían esperanzas en lo contrario. Y lo lamento de manera especial por todos los sinvergüenzas que se están haciendo de oro a costa de la manoseada igualdad, y a costa de sus institutos, observatorios, programas, proyectos, consejerías, partidos benéficos, subvenciones y ministerios. Pero basta analizar y comparar los procesos de aprendizaje y madurez intelectual del hombre y la mujer de nuestro tiempo para comprender que el machismo es una utopía estéril y el feminismo una reiteración innecesaria y cruel de lo que demuestran los hechos. Por suerte, Dios dio buena muestra de su infinita bondad cuando hizo que el hombre y la mujer fueran complementarios. De no ser así, la mujer habría extinguido al hombre por un simple proceso de selección natural. Ningún hombre hambriento habría sido capaz de comprender por sí mismo que antes de morder cualquier fruta conviene separarla del resto del árbol.

Un hombre se da cuenta de lo mucho que necesita tener cerca a una mujer en doscientas o trecientas ocasiones al día. De manera especial cuando se estropea algún objeto imprescindible y de naturaleza delicada. Pero también cuando se trata de interpretar correctamente el juego emocional de nuestros amigos, o cuando necesitamos intuir y prevenir las malvadas estrategias de nuestros enemigos. Llegado a un punto bastante próximo a cualquier problema cotidiano, si los seres humanos sólo fuéramos instinto, el hombre lo resolvería todo a bofetadas para evitar males mayores. “¿Para qué discutir si puedes pelear?”, canta Loquillo. Llegado a ese mismo punto, la mujer seguiría trabajando para solucionar algún día el conflicto.

El siglo XXI es el siglo de la mujer, pero no porque lo diga Bibiana Aído. Una ministra que maneja con soltura y cotidianidad la expresión “ponerse tetas” no puede tener un criterio demasiado fiable sobre casi nada. Ni mucho menos sobre la condición femenina, a cuya media no representa ni por asomo. El actual ha sido bautizado como “el siglo de las mujeres” porque ellas mantienen mejor esa capacidad de madurez intelectual que el hombre va perdiendo lentamente desde el principio de los tiempos. Por eso son la esperanza. No sólo la alegría, la luz y la primavera. No sólo el futuro, el pasado y el presente. No sólo la belleza, la alegría y el amor. También la esperanza. Basta acercarse a esas aulas donde conviven unos y otros para comprender que si alguien puede sacar fuerzas de flaqueza, dejarse la vida por un puñado de principios, o mantener viva la ilusión de cada hombre son las mujeres. Sin necesidad de leyes demagógicas y oportunistas. Sin necesidad de feminismos y machismos intelectualmente vacíos y moralmente perniciosos.

Afortunadamente el hombre y la mujer no son “iguales” sin más. No lo son, por más que se empeñen todos los socialistas, todos los demagogos y todos los cursis del mundo juntitos y puestos en fila india. La riqueza de nuestra diferente condición reside precisamente en nuestras diferencias. La única igualdad importante es la que defiende, por encima de cualquier otra cosa, que ambos deben estar sometidos a las mismas leyes, tener los mismos derechos y disfrutar de idénticas libertades. No porque sean hombres y mujeres, sino por su condición de seres humanos.

Cada tiempo tiene sus necesidades y características y el siglo XXI parece diseñado para las capacidades de las mujeres. El progreso, por tanto, está más en sus manos que en las de los hombres. El futuro y la esperanza de una sociedad enferma, también. Si no se interpone en su camino ningún ministerio incompetente, ni ningún gobernante ocurrente, su trabajo y su capacidad para percibir y potenciar lo mejor del hombre nos traerán tiempos mejores. Al fin y al cabo, no ha nacido aún el hombre capaz de zancadillear con éxito a una mujer decidida a alcanzar una determinada meta. Una sociedad en crisis social y económica, y enferma de relativismo moral y estético, necesita más que nunca el temple, la generosidad y la constancia de una madre. Y la ilusión, la belleza y la sensibilidad de una joven enamorada. Todo eso que querríamos recuperar, si algún día lo tuvimos. Todo eso que hoy no tenemos. Y todo lo que no somos. Por ser tan diferentes. Ni más ni menos. Sencillamente diferentes. Felizmente diferentes.

 
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