La difícil lucha contra la ciberdelincuencia internacional

No parece que sea solución aceptable en occidente, tampoco por la triste realidad de que algunos de esos países están muy probablemente en el origen de los últimos ataques a empresas y organismos públicos, como el WannaCry de mediados de mayo, o el más reciente destructor virus Petya.

Se trata de naciones que sufren serias limitaciones de las libertades básicas, a diferencia de nuestro entorno cultural, más cercano quizá al abuso de ese albedrío en los comentarios diarios, urgentes o no: enjuician sin demora acontecimientos y personas al margen de un hondo sentido de la veracidad o de la justicia.

En cualquier caso, la acelerada digitalización de la sociedad contemporánea requiere una extensión paralela de medidas de seguridad, también por parte de cada persona. Pero, como sucede en tantas materias, los problemas no se resolverán con la promulgación de leyes administrativas y penales, ya abundantes. Son necesarias, pero insuficientes. Basta pensar, por ejemplo, en el doloroso caso de las violencias domésticas o de género. La frecuente unanimidad en la aprobación parlamentaria de las normas, no deriva necesariamente –más bien al contrario- de una unidad sobre el origen ético y social de los problemas. La condena jurídica no va precedida ni acompañada de acciones firmes sobre la raíz de los males que se intentan extirpar. Algo semejante sucede con las nuevas tecnologías, tal vez porque se aplica hasta el paroxismo el extendido principio de la cultura postmoderna del “todo vale”.

Por si fuera poco, en el caso de la ciberdelincuencia, resulta casi imposible identificar a los autores, requisito ineludible para iniciar contra ellos los correspondientes procesos.

Ciertamente, la ética no puede sustituir a las leyes positivas, pero estas deben reflejar principios metajurídicos: para justificarse, y también para alcanzar eficacia, como muestra la experiencia. Comprendo que el profesor Jean-Gabriel Ganascia, especialista en inteligencia artificial, presidente del comité de ética del equivalente francés al CSIC, considere necesaria una reflexión ética profunda sobre la realidad digital de nuestro tiempo. Ese imperativo interpela tanto a las autoridades públicas, como a los gigantes de Internet -otro experto, Sébastien Soriano los describe como los “señores feudales de Internet"-, especialmente en relación con los llamados big data, el “petróleo del siglo XXI”.

Como explicaba a Le Monde el 5 de julio, no duda de los beneficios potenciales de los avances tecnológicos: en concreto, el establecimiento de correlaciones muy útiles para la sociedad en la predicción de ciertas enfermedades y su evolución, o para comprender los cambio sociales. Pero también pueden ser negativas, incluidos los riesgos derivados de la sustitución de las decisiones humanas por conclusiones automáticas de las máquinas, casi siempre parciales a pesar de todo. Así, puede ser muy injusta la llamada “justicia predictiva”. Estas consideraciones muestran la necesidad de la reflexión ética, también en la enseñanza universitaria (de hecho, los estudiantes de informática en la Universidad de Stanford –tan próxima por todos los conceptos a Silicon Valley- han de cursar ya programas específicos).

No será fácil en tiempos de fragmentación cultural. La sociedad no dispone de una “moral común”, sino de distintos modos de abordar los problemas, consecuencia de la diversa concepción del sentido del ser humano: el predominio de la voluntad sobre la razón, la huida de los absolutos, el relativismo individualista, la hipertrofia de la autenticidad sobre la verdad, y tantas manifestaciones más o menos conocidas. Pero, sin una honestidad intelectual libre de prejuicios, la sociedad puede ser impotente para defender la libertad. Se impone el diálogo abierto, reflejado de modo emblemático en el debate Habermas-Ratzinger.

En este contexto, vuelven conceptos como subsidiariedad o bien común. Y, ciertamente, Internet se ha transformado en elemento esencial de ese bien común superior incluso al de los Estados nacionales, como muestra en parte la reciente decisión de Bruselas respecto de Google. Pero el camino necesario para una solución mundial de los problemas será arduo: tan difícil como la batalla del cambio climático, rechazado por el insólito proteccionismo de Donald Trump.

 
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