La difícil lucha contra el terrorismo islamista

Pero intenta ser una respuesta pública al extremismo de grupos minoritarios que pretenden cambiar la identidad de la nación australiana. Sobre todo, se presenta como “reacción a la conmoción provocada por las atrocidades recientes de los radicales del Islam en Australia y en el extranjero”. Se han frustrado intentos de atentados allí, después de la toma de rehenes en diciembre en Sidney. Además, se calcula que un centenar de musulmanes australianos se han unido al Estado Islámico en Irak y Siria.

Esta noticia de las antípodas confirma la dificultad de la lucha contra el terrorismo, que se extiende como auténtica pandemia del siglo XXI por todas partes. Basta pensar en las recientes noticias de Irak, Nigeria o Kenia.

A pesar de las esperanzas suscitadas por la elección del nuevo presidente de Nigeria, Muhammadu Buhari se ha visto obligado a relevar a la cúpula del ejército y de los servicios de inteligencia del país, para intentar conseguir mayor eficacia en la lucha contra Boko Haram. Una autoridad eclesiástica del país decía no hace mucho a la agencia Fides que ese grupo radical “todavía es capaz de golpear y por desgracia también de dejar muchas víctimas tras de sí, pero a diferencia de hace unos meses, ya no controla ciudades y pueblos”.

A pesar de estas palabras optimistas, hace apenas tres días dos explosiones causaban 49 muertos y casi cien heridos en el mercado central de Gombe, la capital del Estado del mismo nombre, en el Nordeste nigeriano. Una semana antes, 43 personas eran asesinadas en ataques a cuatro aldeas. Y, a comienzos de julio, provocaba unos 150 muertos en diversos ataques a tres lugares del Estado de Borno.

El odio de los extremistas –con cada vez más atentados suicidas cometidos por mujeres y niñas alcanza a mezquitas, cuando los imanes se declaran contra ellos, y a iglesias protestantes. Además, se extiende por Camerún (11 muertos en un ataque el 12 de julio) y en Chad (15 víctimas en una explosión en la capital N 'Djamena el 14 de julio). Hasta el punto de que ha nacido una coalición militar de los tres países, también con el fin de recuperar los territorios controlados por la secta islamista.

Según un balance de France Press, difundido a comienzos de julio, más de 400 personas murieron a causa de la violencia de Boko Haram desde el 29 de mayo, fecha de la toma de posesión de Buhari. Desde 2009, la insurrección islamista, junto con la represión a veces muy violenta de las fuerzas de seguridad, han provocado más de 15.000 muertos.

Por estas fechas, el diario Daily Nation de Nairobi publicada otro triste balance: más de 500 personas muertas en 150 ataques terroristas en Kenia desde 2012 a junio de 2015. La mayoría de las víctimas eran de Nairobi, Garissa y Mandera. Cerca de esta última localidad se cometió el reciente asalto del grupo somalí Shabaab, que causó la muerte de 14 personas. Ese movimiento fue autor también de la masacre del pasado abril en el campus universitario de Garissa, donde murieron 148 alumnos, y el asalto del 21 de septiembre de 2013 al centro comercial Westgate en Nairobi, con 67 víctimas.

Además, la expansión de la violencia –no sólo la terrorista provoca el creciente aumento de refugiados. Según el Alto Comisionado ONU para los Refugiados (ACNUR). Kenia acoge a 600.000, procedentes sobre todo de Uganda, Ruanda, Burundi, República Democrática del Congo, Somalia, Etiopía, Eritrea, Sudán y Sudán del Sur. De hecho, es el cuarto país del mundo en número de acogidos, después de Pakistán, Irán y Alemania.

Aunque las soluciones no son fáciles, parece claro que Occidente tiene que hacer más, también para evitar nuevos atentados en su propio territorio. Aparte de las medidas de seguridad, se impone pensar posibles acciones allí donde está el origen de los problemas. Ante todo, es preciso fortalecer la cooperación diplomática y económica con países de veras comprometidos en la lucha contra el terrorismo –como Nigeria y Kenia, sin perjuicio de insistir en que el respeto de los derechos humanos y de la sociedad civil son elementos esenciales de una estrategia antiterrorista eficaz.

 

La lucha será necesariamente larga, pues, como expresaba el primer ministro Manuel Valls a finales de junio, a raíz de atentados cometidos en suelo francés, existe una auténtica "guerra de civilizaciones", con la precisión de que "no es una guerra entre Occidente y el Islam". Pero el habitual silencio de las autoridades religiosas musulmanas, puede dar lugar a reacciones sociales cada vez más enérgicas, con el apoyo quizá de grupos populistas, en la línea del Frente Nacional francés o los movimientos australianos citados al comienzo de estas líneas.

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