El divorcio de Felipe González Márquez

Toda ruptura es traumática. Y ésta no será menos. Nadie podrá presentarla como una liberación o un paso adelante. Cuando dos personas deciden poner fin a una relación de tantos años, se produce un desgarro: algo de lo más íntimo de cada uno se va con el otro, adherido a las paredes de su interioridad. Y este maridaje se remonta a mucho tiempo atrás. José Luis Rodríguez Zapaterose afilió al Partido Socialista Obrero Español el 23 de febrero de 1979. El país estaba cerca de culminar la transición política, que dejaba atrás el partido único franquista y optaba por un Estado de derecho basado en una Constitución refrendada por todos los españoles. Quienes le conocen bien señalan dos motivaciones principales para ese salto a la política. En primer lugar, el recuerdo de su abuelo Juan Rodríguez Lozano que, antes de ser fusilado, pidió a sus descendientes que vengaran su memoria: las crónicas aseguran que tan trágico suceso acercó a la familia Rodríguez al PSOE, en la clandestinidad desde 1939 tras la victoria militar del bando franquista. El segundo motivo de la adscripción de Zapatero al Partido Socialista fue el encandilamiento del joven jurista ante el discurso del entonces secretario general del PSOE, Felipe González Márquez. Allí nació una relación que no quiso tener en cuenta los 18 años que separaban al primer presidente del Gobierno socialista con el segundo. Rodríguez Zapatero siempre vio con admiración a su predecesor. Cuando un agotado González anunció, de forma repentina, la renuncia a la Secretaría General, el 20 de junio de 1997, la militancia quedó sumida en la más profunda de las orfandades: FG no había dejado un candidato indiscutido para sucederle. La marcha de Alfonso Guerra de la primera línea, simultánea a la de Felipe González, acentuó la división interna entre los “guerristas” y los “renovadores”. Antiguos ministros, dirigentes regionales y ejecutivos del partido decidieron optar por el pragmatismo y se pasaron a los principios del libre mercado, que enfadaban no poco a los defensores de la antigua izquierda tradicional, con Matilde Fernández como uno de sus exponentes. Pero José Luis Rodríguez Zapatero no se adscribió a ninguna de estas dos tendencias, sino que optó por una tercera vía, la de los “integradores”, dispuestos a tender puentes entre los dos bandos. Sin embargo, Zapatero sentía más proximidad con los postulados de González y los “renovadores”. Todavía se recuerda en León el enfrentamiento de ZP con el sector “guerrista” de la Federación Socialista Leonesa, al que llegó a acusar de falsear censos de afiliados en agrupaciones locales para decantar a su favor las mayorías de compromisarios en congresos y asambleas. El 22 de julio de 2000, Rodríguez Zapatero consagró su ascenso en el PSOE y fue elegido, por escaso margen, secretario general del partido. Zapatero apostaba por un “cambio tranquilo, sereno y disciplinado”, pero en la conformación de la nueva dirección de su Ejecutiva no quiso tener en cuenta a ninguna de las corrientes socialistas ajenas. Con una sola excepción: Felipe González. Cuando presentó su candidatura frente a José Bono lo había dejado bien claro: “Apelo por el cambio pero sin esconder a Felipe”. De ahí que, nada más ser elegido, ofreciera a FG la presidencia, que el ex presidente rechazó. En su lugar fue propuesto Manuel Chaves. La llegada a Moncloa provocó el inicio de un distanciamiento que ha ido “in crescendo”. Felipe González le recriminó muy pronto que el cargo se le hubiera subido a la cabeza con demasiada antelación. Motivo: no había forma de que le recibiera para hablar a solas. En diciembre de 2004, sólo gracias a la intercesión de Manuel Chaves González logró una cita con Zapatero, en El Coto de Doñana, donde el presidente pasaba unos días de descanso junto a una veintena de amigos de León. Estando todos juntos en uno de los salones, en un momento dado, Rodríguez Zapatero se dirigió a su antecesor, allí presente: “Felipe, creo que querías hablarme. Dime lo que sea, que estos son personas de confianza; son gente de León. Dime, ¿de qué quieres que hablemos?”. La historia terminó con una disculpa enfurecida de FG y su marcha inmediata de Doñana, una escena que ya se ha contado en estas páginas. Ahora, con la llegada a la carrera de San Jerónimo del “Estatut” catalán, el distanciamiento ha adquirido aires de confrontación. A Felipe le inquietan las dosis de “visionario” que demuestra el presidente y su excesiva sintonía con Pasqual Maragall. Pero esto sí que tiene una explicación: no hay que olvidar que en el decisivo XXXV Congreso del PSOE, la delegación catalana terminó dividida. Maragall y sus partidarios apoyaron a Zapatero, mientras Narcís Serra i Serra y correligionarios expresaron sus preferencias por José Bono. Felipe González es de los que ya censuran sin tapujos que Zapatero no tenga una “visión clara de España”, que flirtee en exceso en un asunto de tanta gravedad, que toca de lleno a los españoles y puede encerrarle en una torre de marfil similar a la que construyera José María Aznar hasta provocar su brusco desalojo de Moncloa. Lo que ahora está por dilucidar es a quién corresponde la custodia de los “hijos” de este difunto matrimonio, es decir, de una militancia que sólo habla en los procesos congresuales. Adultos como son, corresponde comprobar con quién prefieren pasar el resto de sus días: si eligen al veterano dirigente andaluz o se sienten más cómodos con el talante leonés. Por lo pronto, las campanas doblan por otro divorcio sonado.

 
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