Otro efecto del coronavirus: aumenta en China la represión de los ciudadanos

Paciente chino aquejado de coronavirus en Wuhan.
Paciente chino aquejado de coronavirus en Wuhan.

Con ocasión de la epidemia, algunos más jóvenes han sabido por qué la de 1918 pasó a la historia como “gripe española”: en plena guerra mundial, los Estados acentuaron la censura informativa sobre una dolencia que se expandió rápidamente por el mundo; aquí las noticias corrieron libremente, gracias a la neutralidad bélica del país.

Se comprende que los gobiernos traten de controlar la información sobre epidemias, para evitar alarmas innecesarias y quizá peligrosas; o, en otro orden de cosas, sobre las actividades terroristas, justamente para reducir objetivos de los criminales normalmente ligados a conseguir una notoriedad que dé a conocer sus reivindicaciones. Pero cualquier alumno casi de primero de periodismo, sabe que existe una comunicación en tiempo de crisis, con reglas esenciales: la veracidad y su secuela de asumir el problema y los errores cometidos.

No es el caso de los regímenes comunistas, con su peculiar concepto de la verdad -es veraz lo mejor para el sistema-, aunque esta actitud sea cada vez menos compatible con una sociedad moderna globalizada y penetrada por la información –no siempre auténtica, ni muchos menos- difundida a través de las redes sociales.

Así, en China, ante las primeras sospechas ciudadanas de que algo pasaba en la ciudad de Wuhan, las autoridades negaron todo. Incluso, a comienzos de año, informaron de que habían sido castigados ocho facultativos por difundir rumores; entre ellos, el médico llamado Li Wenliang, uno de los primeros denunciantes del nuevo virus: su fallecimiento ha causado una seria conmoción ciudadana, orientada contra el régimen.

Las autoridades no tuvieron más remedio que aceptar la realidad, y tomar medidas –algunas tan increíbles como la construcción urgente de hospitales. Por desgracia, la censura se ha transformado, gracias a la tecnología, en una especie de ensayo general del absoluto control ciudadano, a través de los big data. Pero, según la organización China Human Rights Defenders, 351 personas habían sido castigadas hasta el 7 de febrero por “difundir falsos rumores” sobre el coronavirus.

No es fácil saber si el líder Xi Jinping ignoró lo que estaba sucediendo hasta que fue demasiado tarde. Se produce de hecho cierta ceguera autoritaria en países extensos con una administración pública jerarquizada: las autoridades locales no se dirigen a los superiores para informarles, sino para complacerles… y ganar puntos: se impone ocultar o edulcorar las malas noticias. Algunos desearían que la actual epidemia produjera un efecto semejante al de la catástrofe de Chernóbil respecto del sistema soviético en 1986. Es justamente lo que Xi Jinping trata de evitar.

Lo cierto es que la cúspide del sistema ha encontrado desde hace algunos años un refinado sistema de control gracias a las nuevas tecnologías: a través del control de las redes sociales –por ejemplo, Weibo, el Twitter de China- dejaban pasar protestas contra gobiernos locales ineficaces o corruptos, a modo de alerta, sin perjuicio de cerrar el grifo cuando las críticas podían ser peligrosas, como sucedía de hecho cada vez con más frecuencia, gracias al prestigio global alcanzado por líderes de opinión espontáneos.

Xi Jinping tiene en la mente la caída del coloso soviético, y no parece dispuesto a que se repita la historia. Desde que llegó a la cúspide del poder, ha ido desplegando un sistema de vigilancia y represión de los ciudadanos críticos, a la vez que utiliza las posibilidades de la informática para construir un nuevo culto a la personalidad, que tiene ya, incluso, refrendo a través de las  enmiendas a la constitución aprobadas en 2018.

En Europa o Estados Unidos se sigue discutiendo sobre el control del reconocimiento facial, la amplitud de las instalaciones de videocámaras, la privacidad de la mensajería electrónica o la utilización de las historias médicas de los pacientes. Pekín viene aplicando esos instrumentos técnicos al pleno control de los ciudadanos: se justifica para evitar desplazamientos que contribuyan a la expansión de la epidemia pero, de hecho, permite a las autoridades saber en todo momento si cada ciudadano está donde debe estar… Un programa de Alibaba, bajo la dirección del Estado, cruza datos sobre presencia en zonas de riesgo o contactos con personas infectadas.

 

Se estima que unos 700 millones de chinos sufren alguna forma de restricción de sus movimientos, aparte del bloqueo total de algunas provincias: se incrementa la insatisfacción ciudadana ante la paradoja de la adopción de medidas tan radicales –unos 50 millones de personas sufren la insólita cuarentena, no sólo en la provincia de Hebei- después del deliberado silencio precedente. No parece tampoco que esas medidas estén en consonancia con la información oficial positiva sobre la evolución decreciente de la epidemia. Resultó significativa la expulsión de los corresponsales del Wall Street Journal.

Y el miedo se expande por el mundo, con difícilmente evitables consecuencias económicas negativas. Pero son quizá más graves los atentados a derechos humanos básicos implícitos en esta coyuntura, como la reciente detención de dos profesores universitarios de la oposición. Los virus no conocen fronteras. Las libertades, sí.

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