Dos enfermedades seniles de la democracia: partitocracia, populismo

Tanto los asentados como los emergentes. Parece una paradoja: lo que sucedía tras la guerra civil y el partido único, con las batallas de unos y otros para ganar la confianza de Franco cuando se olfateaban cambios, se repite ahora dentro de cada formación política; como si hubiera una suma de partidos únicos que persiguen la exclusiva del gobierno, sin dejar espacio a las minorías…, hasta que resulta casi imposible la mayoría.

Todos coinciden en valorar cualquier asomo de discusión o debate coram populo como división, que daña la imagen del partido. ¿Pero no es peor aún la sensación de monolitismo? ¿O el carácter de cementerio de elefantes que algunos apuntan para la Eurocámara? Nada tengo –apenas le conocía hasta ahora- contra Antonio Tajani, nuevo presidente del Parlamento europeo, pero tanto su trayectoria política como el proceso consensual para su designación, reflejan ese posible deterioro de los partidos.

El monolitismo interno lleva a la subordinación de los intereses de Europa, o de cada país, a los del propio partido. Así se observa incluso cuando se firman acuerdos –por ejemplo, en la línea del inicial "pacto de responsabilidad" de François Hollande con los empresarios franceses, para intentar superar un desempleo creciente; o de la gran coalición alemana socialdemócrata y democristiana-: en los balances, no se destaca tanto la contribución al bien común –viejo concepto actualizado y recuperado últimamente para el debate público-, como la mejora en la imagen o el posicionamiento del propio grupo.

Más grave resulta quizá la utilización partidista de cuestiones que deberían ser de Estado: tal vez por eso, resulta casi imposible –en algún caso también por cuestión de competencias- elaborar políticas comunitarias o estatales que duren en el tiempo sobre educación, inmigración o administración de justicia.

Alguna vez he comentado mi perplejidad por el uso de tantas expresiones teológicas en Repúblicas que hacen gala de laicidad: desde el estado de gracia de los recién incorporados –no parece el caso de Donald Trump, que llega a la Casa Blanca en medio de inusitadas protestas-, a la grand-messe (la misa mayor) que designa las reuniones políticas más importantes. En cierto modo, la partitocracia confiere cierta sacralidad altiva a cada formación y a sus líderes, más paradójica aun en tiempos en que la jerarquía católica está cada vez más cercana a su grey.

Pero una dolencia no suele curarse con otra…, como aquellas sangrías aplicadas por cirujanos o barberos como primera y casi única atención médica. La falta de capacidad de análisis de los problemas y de soluciones coherentes, no justifica esa otra ola que atraviesa tantos países occidentales: los populismos –de izquierda o derecha-, que pretenden la sintonía directa del pueblo con gobernantes carismáticos, sin la mediación de las viejas instituciones representativas de la soberanía popular.

En tiempos de la que ha dado en llamarse post-verdad, el lenguaje político prima su faceta retórica de persuasión. Y, en cierto sentido, todos los partidos son populistas, en la medida en que recaban la aceptación de un pueblo al que resolverán sus inquietudes y problemas. No extrañan entonces cambios de perspectivas en la línea de la hoy superada “tercera vía” de Tony Blair: la izquierda se apodera de enfoques clásicos de otras orientaciones, porque defender a la familia no es ya de derechas, como tampoco lo es aumentar la seguridad de los ciudadanos... Más paradójico resulta ver a un socialista como François Hollande intentando reducir los costos de la mano de obra, por mor de la lucha contra el desempleo. La gran continuidad es quizá el diseño de un enemigo, como razón de ser de la refundación ideológica.

En todo caso, el populismo puede dar rédito electoral, justamente por su polisemia. El término pueblo puede referirse a demasiadas realidades sociológicas y políticas –Trump incluido-, sin excluir la cuestión de la identidad nacional, tan presente en países de Europa, desde el Reino Unido –Brexit, Escocia- hasta Alemania o Austria. Desde luego, supone la superación de planteamientos clasistas: basta pensar en los obreros franceses que abandonan la izquierda para apoyar al Frente Nacional de Marine Le Pen, tal vez como consecuencia del miedo al viejo mito sintetizado en el “fontanero polaco”.

Los populismos, con su manejo de miedos históricos o temores pequeño burgueses típicos de las estancadas clases medias, son un peligro real para la cultura democrática, no sólo –lo estamos viendo- en países jóvenes como España. Pero dan titulares a medios de comunicación que pugnan también por sobrevivir. No necesariamente triunfan los líderes más profundos y ponderados: a mi juicio, fue el caso patético de Alain Juppé, gran perdedor en las primarias de la derecha francesa. Y en cierto modo de Manuel Valls, rebasado en las primarias de la izquierda por Benoît Hamon, con un programa más bien populista: renta básica universal, reformas institucionales y ecológicas, derechos individualistas como eutanasia activa, máxima apertura a la procreación médica asistida, legalización del consumo de drogas. La situación supone toda una apelación al rigor de los profesionales de la información, que no pueden convertirse en altavoces de políticos proclives a la demagogia populista.

 
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