Estado de decepción

¿La libertad de expresión en estado de alarma?

Cuando el Gobierno pretendió cercenar muchos de nuestros derechos y libertades aprovechando un encubierto estado de excepción, bajo el burdo disfraz de estado de alarma, solo nos cupo recordar el viejo refrán de que aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Estado de excepción que se quedó con el tafanario al aire para mayor goce de muchos españolitos perspicaces. Pero no resultó entonces posible el pitorreo porque el sufrimiento nos constreñía lo más hondo del alma debido a tantos muertos que se nos fueron sin poder darnos su adiós, que el nuestro ya lo llevaban desde el confinamiento obligado, y por todos esos contagiados que aún hoy se mueven entre el sí y el no. Sin embargo, nos cupo la satisfacción de haber descubierto que no nos había conseguido engañar, que sus tretas y marrullerías las habíamos captado la mayoría de los ciudadanos. Incluso muchos de quienes le hacen el juego con espurias intenciones, que sobre las del resentimiento y el rencor, ni siquiera caben las más retorcidas y abstrusas.

Dentro de la agresiva excepcionalidad impuesta por el Gobierno, nos irritó sobremanera, y ahí seguimos, su intento impenitente de finiquitar con el libérrimo derecho de expresión, la más palpable de nuestras libertades, a un tiempo que con otros tantos derechos de la ciudadanía: el de decidir, desde la adultez, por nosotros mismos, en oposición a paternalismos políticos; el de responder con contundencia a la oligarquía extrema, la más terrorífica partitocracia populista, asesina de la democracia, que nos amaga con su hoz autocrática; el de disentir de la ideología que se nos intenta inocular mediante la hipocresía de las buenas palabras con que siempre triunfan los dictadores; el de rebelarnos contra cualquier radicalismo y en concreto contra el hembrista de pandereta, que fuera expansivo de contagios y muertes, cuya defensa de la mujer es nula en su obsesión amazónica por envilecer y acosar al hombre en busca de su enfrentamiento, en vez de su apoyo, no solo en la igualdad cicatera y paritaria de hoy, sino incluso en la desigualdad en favor de la mujer cuando por sus méritos sea merecedora, ya harto demostrada; el de rechazar la gobernanza parásita, que pretende perpetuar, de chiquilicuatres deméritos y mindundis medradores en busca del acomodo y de la pasta gansa, para sustituirla por la de políticos preparados y altamente cualificados; el de recuperar libertades y derechos que se nos han escamoteado por nuestro letargo camaleónico, cuando no por el analfabetismo funcional potenciado; y el de gritar ¡basta ya, hasta aquí hemos llegado!

Pero este Gobierno no lo va a conseguir porque no somos un pueblo dócil, no se fíe no, somos inquebrantables en el deseo de respirar nuestro propio aire, limpio de Covid 19, de miedos y de mentiras polutas, por mucho que se nos haya anestesiado el raciocinio, chantajeado y abducido, insuflado de cameladoras dosis de buenismo y de lo políticamente correcto, muy contrario a lo correctamente político que el Gobierno, su partido y afines han viciado.

La estulticia no es un mal de nuestro pueblo sino de quienes nos buscan a través del espejo y no perciben que lo que refleja es su propia imagen deforme y obscena, no por arte de birlibirloque de barraca de feria sino porque es la suya propia, congénita, y sonreirán ufanos hasta el día en que se percaten de que esa fealdad no es la nuestra, el día en que, hastiados, atravesemos el cristal azogado y descubran tardía e inexorablemente su visión engañosa.

Como consecuencia de esta pandemia somos muchos los convencidos de que todo va cambiar, aun a pesar de que en nuestro estado económico y social sea para mal, porque nuestros ojos legañosos y soñolientos se están abriendo a una nueva realidad, y presumo que se elegirán diferentes modelos de comportamiento social, se renovarán los sistemas electorales -sobre obsoletos, injustos- sin desigualdades ni primados, se terminará con las sediciones, rebeliones e intentos de romper la unidad de nuestra gran Nación, se hará un reparto más justo de las dotaciones presupuestarias del Estado, se reducirán ministerios, cargos, consejeros y puestos políticos a todos los niveles y se terminarán los encubrimientos, las prebendas pesebreras y vitalicias, las puertas giratorias, el gasto público en suma.

Y además, se trabajará para que despierte nuestra juventud, manipulada en muchos casos desde su infancia con odios y falsedades, y más tarde drogada con pasotismos de botellón y polvo fácil, todo por causa de haber recibido una educación provinciana de “lo mío, mío”, pobre y permisiva, cuando no, sectaria, proselitista y tergiversadora de la Historia, a menudo inventada. Sé dará a conocer y se defenderá de una vez la verdad histórica, no esa sandez de memoria histórica, invento francés aquí desvirtuado con fines tendenciosos por algún memo enlodado, que la Historia carece de más memoria que la que nos aportan los historiadores veraces y apartidistas, casi inexistentes en nuestra España. La verdad sobre quienes provocaron la lucha fratricida de nuestra guerra incivil, sobre los asesinatos a mansalva con el gatillo fácil de la incultura y las duras represiones con que castigaron los vencedores, no superiores a las que hubieran acaecido con una victoria a la inversa. El único fin, si colaboran esos historiadores -fiabilidad en los foráneos-, es el de acabar con los odios, inquinas y rencillas instigadas al cabo de ocho decenios, de cerrar heridas que se curaron hace mucho tiempo por los que las padecieron, y que muchos hoy persisten en abrir, ajenos a tales vivencias, sin otro objetivo que revivir el odio, engañar a los ciudadanos y sacarle partido para sus afanes políticos, con los que remueven el pasado, envilecen el presente en pos de la mamandurria e ignoran o mienten sobre el futuro, y el que venga detrás, que arree.

La situación actual ha de hacernos conscientes de que es mucho lo que se ha de mejorar, de privilegios y desigualdades que extinguir, de hacer en suma un Estado fuerte, sin concesiones, y recuperar todas las atribuciones y responsabilidades que le son propias, intransferibles e irrenunciables, incluida la auténtica y obligada separación de poderes. Desigualdades y privilegios concedidos y repartidos por políticos débiles, marrulleros y compradores de votos, además de adulones y contemporizadores, en parte otorgados por los que muchos llaman, ignoro por qué, padres de la Patria, cuando los derechos hubieron y han de ser iguales para toda la ciudadanía. Asimismo, de la necesidad de poner fin a este sistema oligárquico y partitocrático en el que nos hemos precipitado por culpa de nuestra desgana y frivolidad, y colocar al pueblo en su lugar preeminente. Esta dura situación pandémica y la económica que se avecina, nos advierten de que no debemos renunciar al coraje, a marchar unidos y a no caer en el desánimo ni bajo yugo alguno. Lúcidos para terminar con el derroche del dinero público en prebendas, estupideces y compras de adhesiones, sin obviar el empoderamiento de ciertas minorías convertidas en casta, en sectas empecinadas en el dominio y reparto del cotarro. Y si, a pesar de todo, no se despiertan nuestras conciencias, no es difícil imaginar el porvenir próximo.

Se nos ha pretendido engañar con un estado de excepción de tapadillo, con el compadraje o lenidad de casi todos los partidos, sin que se priven del bajo palio los del afán de trinque, los de siempre y nuevos monagos meritorios, a sabiendas de que existían medios legales para actuar, organizar y controlar de mejor modo y eficacia esta grave pandemia, pero con unas Cámaras en activo -lugares hay para ello- y sin que unos cuantos políticos se adueñen del BOE y legislen a voluntad, sin control parlamentario y con nocturnidad y alevosía. Solo han conseguido que se derrumbe aquello en lo que creímos, no diré en todo, sino en lo que nos acomodamos -en el dejar hacer-, poniéndonos en manos de partidos en los que antes confiamos y que ahora, renovados, han arrancado su piel de cordero y muestran su faz más sucia con la connivencia o el silencio otorgador, si no paripé, de quienes antes los dirigieran. Y el electorado que les dio su voto confiado, que prefirió ignorar lo que se presentía venir, se ha visto traicionado, decepcionado, y el asombro de quienes se lo negaron, no fiándose, pero sin imaginar siquiera cuán lejos podrían llegar en su desatino.

A pesar de lo dicho, en realidad no hemos vivido en un estado de excepción, no, sino en un estado de decepción absoluta. La tremenda decepción de un gran pueblo, de una gran Nación, que ve cómo desde el totum revolutum de los tres poderes no se defiende la Constitución, se la obvia o ningunea, se practica un absentismo indigno o se acata, gacha la cerviz, a sabiendas de que no procede la obediencia cuando lo ordenado sea inconstitucional, algo que por igual concierne al ciudadano, y al funcionariado, ejército y policía del tipo que fuere.

 

No se olvide, por último, que la respuesta del decepcionado es volver la espalda, ignorar a quien lo defraudó. Mas cuando es España -sus ciudadanos- quien sufre la decepción, las consecuencias pueden y deben ser mucho más serias.

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