La extra

Con la supresión de la extra a los empleados públicos, ha alcanzado esta paga su significado pleno. Acostumbrados a llamarla así, la extra, con el acortamiento jovial a que lleva la confianza del trato asiduo, teníamos olvidado lo más importante por centrarnos en el prefijo. Es una retribución extraordinaria, y cobrarla siempre en junio y en diciembre la había vuelto ordinaria, es decir, regular: un sabroso ingreso adicional convertido en rutina todos los semestres.

Ahora la extra va a ser extra de verdad, con su factor azaroso como de lluvia refrescante no prevista en mitad de la canícula. ¿Cobraremos la siguiente? ¿Y la que en teoría viene luego? ¿Volveremos a cobrarla alguna vez en el futuro? La incertidumbre hará que, en caso afirmativo, sea un suceso extraordinario en el más fáctico de los sentidos. También en el otro, claro, ese que hace de extraordinario un superlativo oficioso de bueno. Al menos para los concernidos.

Las extras de los que no vamos a percibirlas esta Navidad son una copiosa donación de sangre al sistema circulatorio del Estado. Una donación muy poco voluntaria, pero al menos recibimos por parte del Gobierno, para que nos repongamos del pinchazo y la succión, un bocata de agradecimiento nominal y un refresco con sabor a ciudadanía responsable. Por este concepto se prevé, según el Ministerio de Hacienda, un ahorro de unos 5.000 millones de euros. Sumado a los ingresos que se derivan de la subida del IVA y de la amnistía fiscal, parece que contribuirá a disminuir el desvío del déficit a final de año.

Hecha una transfusión, la sangre aportada se confunde con la que ya fluía en el torrente. Dejada de cobrar la extra, el dinero que no ha ido a nuestra cuenta se interna por a saber qué arterias o venas de financiación vital. Es imposible seguirle la pista, pero como contribuyente a la fuerza siento curiosidad por saber cuál será su destino. Intento de algún modo hacer tangible la fabulación. Imagino diez billetes de cien euros, dispuestos en abanico como naipes en la mano. Me pongo en una esquina no a pedir, sino a dar. Un pensionista coge un billete. Un parado coge otro. Un banquero coge dos. Otro parado coge uno más. El presidente de mi Comunidad Autónoma coge tres. Se lo piensa un momento y, qué demonios, tira del cuarto.

El último billete lo tomo yo, que a la vez soy otro. Como en un desdoblamiento borgiano, me he acercado a mí mismo desde el otro lado de la calle, me he saludado y me he dicho con tono de reproche: «Este, Javi, resérvatelo. No seas tan tonto que ni siquiera en la imaginación te quedes por lo menos con la décima parte». Pues también es verdad. Y aquí estoy, feliz de la sugerencia que me he hecho, con cien euros quiméricos en la mano que voy a no cobrar el mes que viene.

 
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