La felicidad y las bibliotecas

La de bibliotecario no tiene fama de ser una profesión muy sexy; sin embargo, sí resulta una profesión muy feliz. Esto debe de entrar dentro de los misterios propios de las bibliotecas, y quizá es que hay almas atraídas por las bibliotecas como hay plantas que medran en la sombra. En España, como en otros países, los bibliotecarios comenzaron asociados a los archiveros y los arqueólogos: es casi una gloria del Estado que hubiera todo un estamento funcionarial encargado de velar por lo que a nadie le interesa o más bien desprecia todo el mundo. También pastoreaban los museos. Creo recordar que d’Ors fundó una escuela para bibliotecarios, en un tiempo en el que se llamó, con toda naturalidad, escuela para bibliotecarias. El Pantarca tenía de las bibliotecas una concepción no por grandilocuente y aticista menos veraz. Me alegra pensar que él jamás hubiera permitido cuentacuentos dentro, ni que se convirtieran en una guardería. Uno imagina que ahora las bibliotecas públicas son lugares diáfanos, con tragaluces "sostenibles", "devedeteca" y un montón de bárbaros que van a fingir estudiar mientras se dedican a intentar ligar por el bluetooth y a pegar mocos debajo de las mesas. Pensar que esto pueda ser así ya le impide a uno el ir a comprobarlo. "The age of chivalry is gone".

Tal vez haya mucho de mala conciencia en su percepción en el hecho de que el gremio bibliotecario –notablemente en Estados Unidos- haya optado por un progresismo tan virulento, tan sobreactuado. A uno, las bibliotecas le gustaban por todo lo contrario: un lugar con soledad, con libros y silencio no dejaba de oponer un paraíso frente al mundo, una excusa para una vida secreta, clandestina, en la que apenas se necesitaba hablar, que funcionaba con un ritmo gratamente ajeno a todo y que ofrecía dos placeres fuera de medida: en primer lugar, la contemplación continua del paisaje de civilización que son los libros; en segundo lugar, el ser partícipes de una tradición culta perfectamente seria y de absoluta importancia espiritual. Al menos, esa es la vibración que a uno le quedó tras haber pasado no poco tiempo de mi primera juventud resumiendo libros en una biblioteca fantasmal, a la que, en los momentos de hora punta, llegaba un investigador cada dos o tres meses: al terminar aquel trabajo, supe que nunca encontraría otro mejor, ningún otro que le fuera a permitir a uno trabajar solo, acaso con el murmullo de fondo de los bien modulados locutores de esa otra gran institución estatal que es Radio Clásica.

 
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