Las globalizaciones del gusto-Particularismos del vino- La patria de la cocina

Tener la mejor manera para vender el vino ha sido determinante para conseguir el mejor vino. De Burdeos no había más que un golpe de braza hasta Inglaterra y nadie diría que el Oporto viene de uvas allá en el alto Duero porque se criaba y se exportaba en Vila Nova de Gaia, junto al mar. Es la misma razón que dio más fama a los vinos de Jerez que a los vinos de Moriles o Montilla. En el desarrollo de la industria vinícola riojana, lo más importante fue el ferrocarril hasta Bilbao, y las bodegas centenarias permanecen con orgullo en el barrio de la estación de Haro todavía. Hoy UPS manda el vino a cualquier lugar inverosímil y también por eso en el Reino Unido se vende más cabernet de Australia que de Francia y seguramente más merlot chileno que francés. Al tiempo, vuelven al mapa nomenclaturas olvidadas, como el vino de Toro que en tiempos de los Austrias era el vino más fino de Madrid. Si al principio las posibilidades fáciles de venta incrementaron la inteligencia de los bodegueros, hoy vemos que es la competencia la que incrementa la inteligencia comercial. Esto redunda, para bien, en el cuidado de las cepas, en la honestidad, en el sabor. Al tiempo, hay un estándar internacional para la venta masiva, sea –por ejemplo- de cabernet sauvignon o chardonnay, igual que había un rioja al gusto de Bilbao y desde los setenta hubo uno al gusto inglés. En busca de la Rioja perdida, los ingleses, durante un tiempo, acudieron a Navarra. Mérito de estos movimientos es que cualquier Rioja modesto pueda beberse –mientras que un Burdeos bueno ha de ser caro.   Suena pomposo pero son procesos de globalización. Hay otro estándar de los grandes críticos –Robert Parker, Jancis Robinson- que da a los bodegueros las mejores noticias o las peores. Como siempre, son tendencias de oposición: uniformidad por una parte, particularidad a ultranza, de la otra. Todo suele tardar en arraigar pero ahí están –otras historias de éxito- los vinos ‘supertoscanos’ o el Priorato. En Castilla, el Vega Sicilia que ha asumido la imagen mejor del lujo, tenía en su coupage un poco de albillo regional y una gota de malbec. Esta es uva de tradición en Burdeos, si bien algo marginal, redescubierta después en Argentina, hoy comerciada como enseña de su viticultura. Hay fenómenos más curiosos: vean la bodega de Utiel que mezcla uvas gallegas como godello y albariño, cuestión harto inhabitual en la propia Galicia. Al final, la uva shiraz quizá no venga de la ciudad persa ni en Cariñena se da con especial calidad la cariñena.   Los procesos de globalización extendieron –por ejemplo- los restaurantes italianos por el mundo al ritmo de la emigración de los propios italianos. Esto fue mucho después de que a Italia llegaran el maíz de la polenta y el tomate para la pasta y la pizza desde América. Hoy vemos a los antiglobalización meterse en un chino o en un turco por huir de un Mcdonald’s o directamente porque el Mcdonald’s está apedreado. Los alemanes comen platos turcos, los holandeses comen platos indonesios, los ingleses beben té indio y comen platos indios y nosotros quizá nos acostumbremos al cebiche. La uniformidad es algo ilusoria no sólo porque Mcdonald’s intenta adaptarse a los gustos locales sino porque al final una pizza puede saber muy distinto a las pizzas originales –de clasicismo esquemático y eterno- del mediodía italiano. Al tiempo, los chefs más sutiles pueden armonizar la tradición ibérica y la nipona porque hablamos de países ricos en pesca y con tradición en el freír o porque a los japoneses les falta el fino para el sashimi. No hace tanto tiempo eran de un exotismo desusado el salmón ahumado, el foie, ciertas frutas tropicales ya asentadas que incluso se dan ya en el país. Desde entonces, la producción de foie nacional es algo asombroso. Hoy se trae el salmón salvaje y el bacalao skrei o la carne de bisonte desde la última esquina del mundo. Es la avidez que retrató Séneca –tan frugal- cuando veía a corredores llevar rodaballos boqueantes, vivos todavía, a la mesa de los gourmets. En Francia se asentó el gazpacho y en Italia se importa aceite de oliva como en la antigua Roma, y las anchoas y el bonito que justamente ellos nos enseñaron a enlatar. Al tiempo, ideas tan exportables como la tortilla de patatas –escándalo de franceses- o la coca, siguen siendo materia estrictamente nacional. Incomprensiblemente, hay aquí y allá imaginaciones en torno a la paella. Ya en tiempos de Brillat-Savarin, “una comida como la que te pueden servir en París constituye un todo cosmopolita”.   Colón es la causa remota de la presencia de la patata incaica en la dieta de los irlandeses y de la sabiduría chocolatera a la europea. Quizá los españoles acostumbrados a poblar las dehesas extremeñas y andaluzas no sabían, sin embargo, del éxito que esperaba a sus cabañas en las llanuras sudamericanas o –más allá- en el censo de ganado merino en Oceanía. Al tiempo, las palabras que quedan en sitios lejanos y de presencia intermitente de portugueses y españoles son las que se refieren, en parte, a la comida. Vinho e alhos: vindaloo. Más cerca tenemos la norma internacional de la alta gastronomía, desde que en Viena, hacia 1830, se reunieron interminables grados medios de la Administración a los que había que dar de comer con algún decoro. Fue la época de gloria de una cocina académica. Después, ha sido grande la deuda que almacenó la humanidad con los señores Hilton y Ritz: uno podía y puede parar en cualquier país horrible y descubrir que sirven el champagne y la margarita incluso bajo el bombardeo, o podemos comer ensalada César o steak tartar y sentir la brisa cálida de la civilización. Todo se puede degradar cómicamente pero la cocina es internacional y académica o regional y popular. A propósito de las margaritas, prepárense en los próximos años a ver en el estrellato al pisco sour. Es motivo de interés nacional para el gobierno del Perú aunque estas cosas no siempre salen bien porque la gente bebe lo que le da la gana.   El abandono de la cocina familiar implica una cierta dispersión a la hora de comer y –más aún- a la hora de cocinar. Son tradiciones de sabiduría por más que con las virtudes se transmitieran también algunos vicios. Se aprende a cocinar enredando en la cocina y, en buena parte, el gusto se educa en los restaurantes. Siglos después, los malthusianos no han hecho más que equivocarse y la producción cerealística crece y crece y la proteína del pollo se hace –con provecho en la belleza de la raza- universal. La globalización nos acerca lo vulgar y lo lujoso, acerca lo de allá sin que tenga que perderse lo de aquí. En realidad importa poco porque la patria de la cocina –hoy y ayer- es la memoria.

 
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