¿Hay alguien ahí?

Libros.

Si las estadísticas reflejan que el cuarenta por ciento de los españoles no lee nunca, ni en papel ni en formato electrónico, sospecho que la cifra real debe ser bastante superior. En los tiempos del espejito mágico digital, en que todos somos generales y no hay por aquí ningún soldado, dudo que exista alguien con arrojo suficiente para revelar a un encuestador verdades inconfesables, como la de ser un ignorante. Ni los prospectos de los medicamentos se leen ya, en estas sociedades cautivadas por una imagen en la que el conocimiento tiene escasa cabida, a salvo esos tutoriales en video concebidos para el consumo a granel de betas, gammas, deltas y epsilones Huxleyanos.

Algo así nunca trae nada bueno, por supuesto. Para empezar, afecta de lleno a la propia democracia, dominada por gentes fácilmente manipulables al no contar con un elemental criterio para navegar entre ideas, algo que siempre se adquiere con la lectura. Las repentinas sorpresas electorales que hoy se experimentan, con partidos que caen en picado en cuestión de meses y otros que emergen de la misma forma y en idéntico plazo, tal vez encuentren en este penoso fenómeno su explicación. Alguien que conozco llama “flatulentas” a esas formaciones políticas, que fascinan o aborrecen a ciudadanos a los que les trae sin cuidado votar a uno u otro en sucesivos comicios, porque lo importante ahora es ganar o perder elecciones a lomos de constantes flatus vocis, en lugar de seguir una doctrina sedimentada o guiada por algún ideario sensato.

Lo más curioso es que esta realidad iletrada coincide con el auge de la autoedición y la proliferación de publicaciones por los principales líderes, plagiadas o producto de negros literarios. Legiones de espontáneos llaman también a diario a las puertas de imprentas y editoriales para que les pongan tapas a sus más variadas cogitaciones o lirismos, que luego regalan a sus parientes y a quienes buscan epatar con sus impostadas erudiciones o ridículas inspiraciones. Si los libros que las grandes empresas sacan a los escaparates tras un sinfín de controles de calidad, oportunidad y estilo no logran venderse ni aun pagando dotes, ustedes me dirán lo que sucederá con estas otras voluntariosas obras, concebidas habitualmente para mitigar complejos de inferioridad o perturbaciones por el estilo.

Tampoco tiene justificación que los niveles de lectura sean tan bajos cuando no queda nadie sin su título universitario colgado del cuarto de estar. La burbuja académica y las “tasas de éxito” de los centros de educación superior, ese eufemismo que se traduce en cortapisas oficiales para aquellos que no faciliten el aprobado urbi et orbi, ya se ha visto a qué conduce: a generaciones enteras que no leen ni un folleto y van por la vida tan ricamente, encantados de haberse conocido.

El adanismo que muchos exhiben en la esfera pública guarda igualmente relación directa con esto que cuento. Aún recuerdo con gracia una comisión parlamentaria a la que fui convocado para analizar una iniciativa legal de un partido que había llegado al hemiciclo a comerse el mundo. ¡Lo que proponían estaba contemplado en el ordenamiento, que no se habían ni siquiera mirado!. Cuando lo indiqué en mi intervención, se hicieron los suecos, como si no fuera con ellos la copla. Ni en los titulares del día siguiente o en las redes sociales que controlaban con obsesión se dijo ni mu de mis apreciaciones, que en un contexto normal hubieran resultado demoledoras o escandalosas.

Desde luego, sin un mínimo de preparación de los cuadros representativos y del censo, la vulnerabilidad de las democracias se acrecienta hasta cuestionarse a sí misma. Entre el sufragio capacitario y la actual coyuntura profana en aspectos fundamentales tiene que existir el término medio. No hay ignorancia excusable en cuestiones básicas que deben conocerse en cualquier sociedad avanzada, algo a lo que hoy no se da excesiva importancia cuando la tiene y mucho. No se trata de defender ningún elitismo antidemocrático, sino de afirmar que quien no sabe una palabra no sé si está en las mejores condiciones para elegir a nadie.

De todas formas, como imagino que esto que escribo no se leerá, la cosa será confiar en que la elocuencia del acabose hable por sí misma y nos obligue a retornar algún día a los libros a encontrar soluciones.

 
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