La influencia de la pandemia en el trabajo, la sanidad o la justicia

Hospital.
Hospital Clinic de Barcelona.

Mucho se ha escrito sobre los efectos secundarios que deja el coronavirus en quienes lo han sufrido. Pero no voy a escribir de esto, porque mi ignorancia médica es proverbial. Más me interesa la influencia en aspectos centrales de la convivencia humana, que exigirían un giro copernicano, para superar las gravísimas consecuencias de ese otro virus inmaterial, que lleva a la visión meramente económica de las relaciones personales. El covid-19 plantea un cambio de rumbo radical en la civilización moderna, para no acabar de transformar al homo sapiens en homo oeconomicus, dominado en gran medida por la cultura del bróker, que busca máximo rendimiento en el plazo más corto posible. 

El ser humano se resiste a ser tratado como un número, ni siquiera para organizar sistemas informáticos que puedan rastrear contagios y contribuyan a evitar la difusión de la pandemia. Muchos no están dispuestos a pagar ese precio, aun a costa de contraer una enfermedad que sigue siendo letal, quizá menos ya, por la edad inferior de quienes se contagian. 

El reciente debate –en Italia, Francia o España- sobre las bajas parentales en relación con la atención a hijos que puedan haber contraído la enfermedad, muestra una alarmante inversión de criterios éticos esenciales. Lo sabíamos ante la lentitud de encontrar soluciones para armonizar las exigencias familiares con las derivadas del trabajo, que solían centrarse en la maternidad, no en la unidad de la pareja como tal. Hoy, la atención a hijos enfermos requiere un tratamiento jurídico y social que anteponga la relación humana al rendimiento económico –aunque se quejen los solteros de Silicon Valley-, por grave que pueda ser la situación de empresas e instituciones. Al cabo, la pandemia impone elegir prioridades. 

Tampoco el ser humano puede ser tratado como mero número en la atención sanitaria. El pasado mes de agosto he acudido a un ambulatorio más veces que en los últimos diez años, por una cuestión de escasa entidad vital, pero que exigía curas para evitar males mayores: un absceso en la espalda. Dejo constancia aquí del agradecimiento a mis cuidadoras. Sólo cuando quisieron una comprobación facultativa del hospital de referencia, advertí el nivel de burocratización de la sanidad. Lo comenté, medio en serio medio en broma, al cirujano que me atendió –amable y eficazmente-: “veo que los médicos escribís más que los periodistas”... Pensé, pero no añadí, que podrían aprender mecanografía, pues dan ganas de ofrecerse a teclear lo que dictan, para ganar tiempo todos... Pero me vino a decir que, efectivamente, esa tarea moderadamente necesaria les impide muchas veces dedicar más minutos a la efectiva atención de los pacientes

Las tareas laborales relacionadas con el cuidado de los demás no pueden controlarse de un modo estándar, taylorizado, en intento de conseguir una eficacia que, al cabo, puede reducir personal facultativo, pero aumenta el número de trabajadores en gestión y administración. Con el riesgo de una desmotivación de los más diligentes. Y de negar atención a pacientes –por ejemplo, razón de edad-, cuya curación no es “rentable”.

Algo semejante sucede en la administración de justicia. No entro en los problemas de España, probablemente agudizados por decretos promulgados sin discusión parlamentaria al amparo del estado de alarma. Tampoco en los de Francia, a los que me referí recientemente a propósito de una de sus grandes asignaturas pendientes: la contradicción de conceder estatuto de “magistrado” a fiscales que dependen del ministerio de Justicia. 

Me refiero a la creciente tendencia a uniformar las causas judiciales a través del uso de técnicas informáticas y del aprovechamiento de los big data, aun sin llegar a una justicia predictiva. Se parte de la base de que el crecimiento económico aumenta la conflictividad social y, por tanto, el número de litigios. La conclusión no es reforzar el número y formación de los jueces, sino aligerar los procedimientos: prevalece la exigencia de eficacia y rentabilidad en la prestación de un “servicio público”, antes que la búsqueda de la justicia, que da a cada uno lo suyo. De ahí el fortalecimiento de los “funcionarios” de la oficina judicial, en detrimento del papel clásico de los jueces. 

Pero, como escribían un médico y una magistrada en Le Monde, a finales de agosto, no se pueden tratar como una mercancía ni la sanidad ni la justicia: un principio esencial, si se quiere acertar en las reformas de los hospitales públicos o de la organización judicial.

 
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