Jabalíes

Jabalíes.
Jabalíes.

Era la una menos cuarto de la madrugada de un martes de septiembre. Llegaba exhausto de un vuelo que se había eternizado por los retrasos habituales. Tras aterrizar, tomo mi coche para regresar a casa por la autovía. Al salir por el ramal que conecta con mi ciudad, en plena curva con escasa visibilidad, me sale al paso un jabalí de considerables proporciones. Ni el súbito frenazo que tuve que hacer -por fortuna no llevaba a ningún vehículo detrás- ni las repetidas ráfagas de luz que le dirigí inmutaron lo más mínimo al cochino, que continuó su plácido y amenazante paseo por el medio de la calzada, amagando con embestirme. Aprovechando un pequeño espacio que dejó a su costado, logré largarme escopetado de allí, con un morrocotudo susto en el cuerpo.

Esta broma pesada consistente en no hacer nada con los suidos en las inmediaciones de núcleos habitados o vías públicas pasa ya de castaño oscuro. Resulta sencillamente impresentable que una nación que presume de desarrollada sea incapaz de resolver con diligencia un asunto tan prosaico. Y más escandaloso aún que la ley exima de responsabilidad a la administración por los daños que se producen en esos casos, aunque el Tribunal Constitucional haya tenido que aclarar que no siempre se irá de rositas.

Desde hace años, la grave inacción ante esta plaga está provocando indudables riesgos que no se traducen en más víctimas por pura casualidad. Los jardines y glorietas de nuestras localidades aparecen cada mañana destrozados por manadas de estos puercos salvajes, a los que incluso se les ve merodear en horario diurno por zonas infantiles o bulevares urbanos. Tratándolas como inofensivas mascotas, jugamos con fuego con estas especies, cuya ferocidad bien conocen quienes las han sufrido en sus propias carnes o en sus propiedades.

 Es obvio que nadie en su sano juicio puede defender que se exterminen, pero sí que se controle como Dios manda su población, calculada en más de un millón de cabezas por los censos oficiales, una barbaridad. Y, sobre todo, que se arbitren medidas eficaces para que no salgan de sus hábitats naturales, que nunca pueden ser las calles de una ciudad o un pueblo, las fincas particulares o las zonas verdes municipales, ni por descontado las carreteras por las que transitamos.

No hay aquí alternativa diferente, y mucho menos esa de continuar con la estúpida dejación en la que estamos instalados, como consecuencia de una disparatada interpretación maximalista de la protección de los animales. La caza ha sido desde tiempos inmemoriales la encargada de regular los delicados equilibrios entre ellos, precisamente para salvaguardar la propia conservación de las razas y la biodiversidad. La normativa también precisa las piezas susceptibles de actividad cinegética, en cupos que la autoridad disponga dependiendo del número de ejemplares existentes y a sacrificar en la forma y lugar que mejor se establezca, para garantizar así la pervivencia misma de estas bestias. La infracción de este marco legal lleva aparejado hasta reproche penal, como saben los cazadores.

Si no ponemos coto a este severo problema, nos vamos a encontrar pronto con desgracias de las que nadie querrá hacerse responsable. Y esos culpables existen, y son las autoridades autonómicas sobre caza y fauna -y sanidad, por el asunto de las infecciones-; los ayuntamientos competentes en la seguridad de los espacios públicos y la administración titular de las vías al no asegurar unas básicas condiciones de circulación. La imprudente omisión de esas obligaciones está facilitando estos temerarios garbeos de los jabalíes por las proximidades de nuestros hogares, convirtiendo en un peligro vivir en ellos.

O se cazan estos mamíferos o se alejan como es debido de los ciudadanos. De no hacerse ni una cosa ni la otra esto terminará como el rosario de la aurora, y si no al tiempo.

 
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