Justicia social

Estación.

-Menudo mérito el tuyo, haber conseguido triunfar procediendo de una familia tan numerosa y pobre.

-¡Qué dices!, mucho más premio mereces tú, que lo has logrado teniendo padres ricos.

Este diálogo se produjo hace décadas en un lujoso hotel de Palma de Mallorca, donde compartían alojamiento dos altos funcionarios del Estado en su último destino antes de jubilarse. Los dos habían alcanzado la cúspide del escalafón y los trienios, pero uno de ellos empleando como acicate la precariedad de su modesto origen rural y el otro la certeza de que el capital paterno no le iba a garantizar ningún futuro si no se servía de sus propias capacidades. La responsabilidad individual, en ambos casos, funcionó como auténtico catalizador para conquistar el éxito profesional, además de constituir un formidable espejo para los suyos y su entorno.

Cuando de igualdad se habla, tal vez debamos centrarnos exclusivamente en la que se refiere a la aplicación de la ley y a la creación de condiciones semejantes de partida para progresar. Si una sociedad es capaz de generarlas para que cualquiera con su esfuerzo pueda acariciar la cima con independencia de su contexto, habrá entonces llegado al desiderátum de la justicia equitativa, a esa anhelada variante del “dar a cada uno lo suyo” de la que hablara Ulpiano.

Sobre este racional escenario, sin embargo, se ha vuelto a proyectar de nuevo esa igualdad absoluta tan combatida por Rawls, que encuentra en la sesgada interpretación ideológica del catolicismo un poderoso acelerante en las naciones donde lo religioso goza aún de alguna relevancia, como en Hispanoamérica. Para estas ideas, desincentivadoras de la voluntad personal e inviables en términos financieros, detrás de las movilizaciones populares que se suceden en Francia o Chile se esconde el descontento popular por la llamada desigualdad social, acentuada por la concentración de la riqueza en pocas manos, un discurso que ya nos suena y en el que es fácil percibir cierto aroma a naftalina.

Los que así piensan, cambian de tema cuando se les pregunta si existe fórmula alternativa capaz de superar a la que tan ardorosamente critican, y que según cálculos nada sospechosos de Naciones Unidas tiene a tiro acabar con la pobreza extrema en el mundo en 2030, una aspiración histórica de la humanidad. Además, esas violentas algaradas no se están produciendo en zonas en las que se ha experimentado menor crecimiento en los últimos años, un dato que permite dudar de las reales intenciones de ese renovado agitprop.

Suele ocultarse con toda intención que el ánimo de lucro, dentro de un sensato marco legal que penalice la usura o el robo, ha sido una de las más poderosas levaduras con las que ha contado la civilización. Por eso, me malicio que el estigma que el dinero ganado legítimamente sufre en determinados países poca relación guarda con la idoneidad del sistema económico y bastante más con el resentimiento o la envidia igualitaria cuando se convierten en tóxicas ideologías populistas. El recelo que los acaudalados despiertan en determinados sitios -especialmente los surgidos de ambientes míseros- confirma este hecho, que en las culturas protestantes resulta impensable, porque valoran ante todo el estímulo que suponen los campeones para el resto de sus conciudadanos, como sucede en los Estados Unidos de América o en ciertas naciones del norte europeo.

Cuestión distinta es la del tratamiento tributario de las grandes fortunas, singularmente cuando solo son especulativas y no revierten en las sociedades donde florecen originando más riqueza o contribuyendo al sostenimiento solidario de las necesidades públicas elementales, como propone Piketty. Que sean sometidas a mayores impuestos -no a la desmesurada confiscación que sugiere este autor francés-, o que se persiga la evasión a paraísos fiscales a escala internacional, es compatible con el modelo vigente, sin necesidad de recurrir a experimentos como ese de la economía circular generalizada, que parecen entender mejor sus forofos que sus propios ideólogos.

La justicia social, tal y como se defiende hoy en España, es un genuino oxímoron. Su semejanza con la igualdad de resultados solo provoca injusticia social por la multiplicación de polizones que se cobijan sin causa bajo un insostenible erario costeado por los sudores de quienes madrugan, que nulo aliciente tendrán para seguir haciéndolo, porque a nadie le gusta que suene el despertador temprano.

 

En suma: apoyo sin paliativos a la igualdad de inicios para que gentes con posibles o sin ellos puedan prosperar, y a partir de ahí que cada cual se busque sus garbanzos por medio de sus talentos. Y quien coseche muchos, mejor para él y los demás, porque ya advirtió Pablo de Tarso que quien no quiera trabajar, no quiera comer. Lo que salga de ese clásico y razonable horizonte moral, político y económico no puede ser y además es imposible, como sostuvo Talleyrand y aquí seguimos atribuyendo a un ocurrente matador cordobés.

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