‘El exceso de mi juventud’ – Poesía y orgullo – Una educación literaria

El colegio era banal y en cambio la poesía lo era todo. Los versos fueron ‘l’abus de ma jeunesse’, la contraseña de una vida superior, la llama secreta bajo la corbata del colegio, el lugar donde el azul del cielo era definitivamente azul y donde un pino era un pino pero cómo y cuán alto relucía. He ido y he vuelto de la poesía; la leí durante años con pasión minuciosa, con tanto gozo como afán de discernimiento, con el amor intenso y extenso que implica la atención.

La poesía puede ser parapeto de los afectos pero a mí me atrajo como afán quintaesenciado de belleza: clásica o convulsa, la belleza –lamentablemente- rara vez deja de degenerar hacia ese sucedáneo de la estética. Conozco de memoria a mi Ronsard, me arrodillé con el Angélico, distingo todavía un hombro Cifonelli: la realidad, pese a todo, tiene más verdad que la belleza pero esa no es de las cosas que acepta un mocito impresionable. 

Las palabras pusieron las piedras del corazón: entonces brillaban, deslumbraban; ahora resuenan; entonces eran nuevas; ahora han añejado. Hoy significan más, saben mejor: es de sus efectos menos importantes pero uno vuelve a los versos que leyó en su juventud y ya no sabe si es uno el que los lee o si son ellos los que nos leen y nos descifran. Hay ahí un cumplimiento: tanto amor era alegría, era verdad, tenía sentido.

He ido y he vuelto de la poesía: me acogí a ella para mi educación; permitía bajar al mundo porque sabíamos que lo importante quedaba más arriba. Puedo hablar de mi adolescencia como de una entidad perfectamente ajena: han cambiado los defectos, han cambiado las virtudes; en un itinerario intelectual, no es menor decir que uno ha añadido todas sus lecturas. Cada generación tiene sus muchachos que bajan por la calle, alegres, recién comprado el libro de versos: fui uno más.

Tras ir y venir de la poesía ahora sé hasta qué punto hay que tener pureza y candor de alma para entregarse a ella del todo. Pureza, candor: la literatura tiene su raíz en la capacidad de fascinación, de dejarse seducir, de sucumbir a un cierto encantamiento. Es una cualidad perdida en el narcisismo contemporáneo, con todo el mundo entrenado para dar lecciones y para interpretar el papel de seductor. Por contra, la literatura es una obediencia: cómo podía uno resistirse a esas palabras.

Por la poesía descubrimos la rosa pudorosa, el alba de los lirios, las voces de la tarde, la memoria del verano; ese engaño tan dulce, ese vaivén que siempre es el otoño; Horacio y Virgilio, himno y elegía, un cantar que se pierde por la era, ‘vestigios de una antigua llama’. Guardamos la viña de San Juan y nos recostamos sobre un prado a escuchar el dulce lamentar de dos pastores. Volaba el mercurio de Juan de Bolonia. El propósito era saber sentir hasta saber decir.

Había un ardor muy recto en descubrir nuevos poemas, nuevos poetas, como el ingreso a una cámara de maravillas; había una gloria real en acceder a una familiaridad con tantos nombres, sin saber siquiera que ya iban a acompañarnos para siempre, que eran la transmisión de una grandeza. La poesía domaba el alma, purificaba nuestra brutalidad, nos abría los ojos a una civilización más cortés, era exigente: había que comportarse conforme a la excelencia de lo leído, igual que uno no entra en las catedrales en bermudas. Todas estas cosas se pueden hacer cuando uno es joven: en la juventud, la inocencia y la arrogancia son equivalentes pero de ahí mismo surgen las determinaciones generosas.

Casi nunca hace falta tanto sentimiento: España es un país viejo e ilustre; aquí escribieron Cervantes, Garcilaso, Galdós y Calderón. Tenemos a Fray Luis, tenemos las ruinas de Itálica, Manrique, la epístola moral. Hay una linfa muy limpia en la poesía española. No creo que haya ya educaciones sentimentales de escritores; ojalá, al menos, hubiera un sentido de honor patrimonial, de tradición, de reverencia y trato venerable a tanto bueno como se escribió en España, a tantos prohombres que escribieron, a los monumentos de la lengua. Hay que reintegrar a la literatura su respetabilidad, su vieja gloria, su grandeza. Leer y escribir son afanes altos y nobles. Si se muere la capacidad de aprehensión de la belleza, de inmediato muere el pensamiento. La lectura paga siempre, decuplica la hondura de la vida. Sí: volvamos a los clásicos, Europa es una continuidad en la lectura, no es lo mismo tomar un avión cuando uno se leyó el siglo de oro.

Me acogí a la poesía como una educación porque no vi propósito más encomiable y verdadero. La poesía fue también un soplo al corazón: quien no haya tenido una adolescencia recorrida por los versos no sabrá los deliciosos sufrimientos que se llegó a perder, las alegrías álgidas, los nuevos tactos que aportaba al mundo, la sonoridad hecha verdad, los versos que permanecen para significar. En mi caso fue un amor celoso: no podía hablar de él, por temor a mancharlo; gozábamos del tesoro con la condición de ocultarlo. La literatura es la mejor parte: siempre lo creí, ahora me alegra no haberme equivocado. Estoy orgulloso de haber leído a Nerval mientras otros escuchaban –por ejemplo- a Celtas Cortos. Hay mucha honra en mirar hacia la biblioteca y saber que uno ha tenido su casa entre los libros, que esos versos seguirán volviendo para ser –como quería Du Bellay- ‘l’appui de ma viellesse'.

 
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