La España llena

Aguja gótica de la Iglesia Imperial de Santa María de Palacio, en Logroño (Foto: Carmen Junceda Fernández-Acero).
Aguja gótica de la Iglesia Imperial de Santa María de Palacio, en Logroño (Foto: Carmen Junceda Fernández-Acero).

La España vacía está bien llena. No hay rincón que no rebose riquezas capaces de maravillar al personal. El inconmensurable patrimonio que atesoramos en los más de ocho mil municipios de nuestra piel de toro no precisa de padrones con excesivos números, porque cuenta ya con vecinos orgullosos de esa herencia tan formidable y de visitantes que se aproximan a ella con respeto y consideración.

No es igual levantar la persiana cada mañana y contemplar la aguja del siglo XIII de la Imperial de Santa María de Palacio, en Logroño, que hacerlo para ver el tendal del inquilino de enfrente en un bloque de pisos de cualquier gran metrópoli. Vivir se diferencia de subsistir en estos pequeños detalles que la neurótica civilización contemporánea continúa sin advertir, profundizando en sus males endémicos.

Nadie echa de menos rutilantes centros comerciales con establecimientos de comida basura en Laguardia, donde en esta hostería o en la otra puedes disfrutar de la mejor gastronomía alavesa y de unos caldos insuperables, como los que salen de las cuevas o calados de la casa solariega del egregio fabulista Félix María Samaniego desde hace centurias. 

Tampoco se extrañan los atascos, las alarmas o el apresuramiento recorriendo Cenicero o Elciego, rodeados de apacibles viñedos, recoletas ermitas barrocas, cruceros renacentistas, puentes medievales y algún moderno adefesio arquitectónico como contraste.

Cuando descubres un gallinero gótico con un capón y una pita aleteando dentro de la catedral de Santo Domingo de la Calzada y don Jesús -su amable y diligente canónigo archivero-, te explica el motivo desvelando los restantes secretos de la seo, no te acuerdas de ocio urbanita alguno, ni falta que hace.

Quienes habitan en estas zonas de la España vaciada no solo viven de la uva, del guisante, de la alubia, de la alcachofa o del pimiento. Lo hacen, además, flanqueados por un sinfín de fortunas monumentales e inmateriales que no siempre albergan esas impersonales urbes a las que nuestras sociedades actuales tanto insisten en superpoblar.

Tal vez por todo esto debamos abordar el asunto de la despoblación rural potenciando el atractivo de la vida en localidades pequeñas o medianas, frente al endiablado sinvivir de la ciudad populosa. En Francia o el Reino Unido, por ejemplo, el entorno agrario o ganadero está mejor considerado, y ninguna de estas naciones acumula recursos culturales de tanta significación como los que radican en infinidad de nuestras aldehuelas, anteiglesias, pedanías, villorrios, parroquias o caseríos, aunque existan notables excepciones. El empleo que genera su sector primario, junto a la importancia que entraña para sus economías, convierten a la residencia y trabajo en esas zonas en algo de alto relieve social, a diferencia del menosprecio con que en España seguimos considerando a esas mismas gentes -incluso poseyendo aquí las llaves de tantísimas joyas históricas, religiosas o ambientales-, por una idiota y presuntuosa óptica capitalina.

Hemos avanzado extraordinariamente en carreteras, servicios e infraestructuras que permiten mejorar la calidad de vida en los pueblos y lugares con censos discretos, pero toca ahora fortalecer y divulgar también su enorme atractivo para una existencia inteligente y al humano modo, en la que no sean los problemas mentales o cardíacos las principales causas de mortalidad ligadas a los hábitos ciudadanos, ni se hacinen multitudes en un mismo sitio para tratar de sobrevivir a duras penas.

 
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