La literatura, la felicidad, la confianza – Pasar por la vida como quien va a un cóctel – Literatura con burbujas

Saber de la complejidad del mundo debería llevarnos más bien a buscar ahí un acomodo para la jovialidad y la alegría, para los entreactos del gozo y la definición aventurera del vivir. Es poco común apreciar correspondencias inmediatas entre la escritura y la felicidad cuando –en realidad- quedarse a escribir casi justifica no salir a tomar copas y quedarse a leer puede tener la parte mejor de la soledad y la gratitud de un momento confortable de pereza. Todo tiene su sensualidad y –de hecho- seguramente la mejor justificación de cualquier aprendizaje está en los placeres de la curiosidad, al menos según Robertson Davies. Por lo general, los refinamientos y los apetitos de la curiosidad intelectual postergan las vulgaridades en la vida y amplifican el cauce del vivir. Es por esto que, según el doctor Johnson, un filósofo será más feliz que un pastor puesto que al filósofo le es dada una mayor multiplicidad de la conciencia del gozo. Son estratificaciones de la sensibilidad por las que sabemos que, por ejemplo, el placer de leer a este o a aquel nunca estará a la disposición de todo el mundo. Por supuesto, emperejilarse más de lo conveniente u optar por una ‘clandestinidad superior’ casi equivale a pensar que en la vida no hay más saber que la inteligencia literaria, placentera siempre por esas sorpresas de la analogía que van un poco contra la corriente y permiten dar nombres nuevos a las cosas viejas. Aun así, bastará precisamente hablar con un pastor para saber de otros saberes y otras felicidades. Lo más realista es leer y escribir lo que uno quiera siempre que queramos dejar las cosas más o menos como están, ya que generalmente es una suerte que no nos hagan mucho caso. Por otra parte, hay mucho terreno entre la vida de la tradición y el rechazo a la ‘idée reçue’.

Incluso la definición –tan cierta- del mundo como enemigo del alma no nos podrá apartar de una mirada predominantemente afectuosa. La literatura, entre otras cosas, es o debiera ser una de las formas de la transigencia y la piedad. Del mismo modo, sería imposible leer o escribir sin un cierto gramaje de fe. Por supuesto, la literatura tiene todo que ver con la moral entendida como las viabilidades en el mundo de nuestro maltrecho o incierto corazón. Ahí está la literatura para ponerle al espíritu un ala de ligereza y descubrirlo todo como quien muerde una fruta o asistir a la representación dramática de cada vida como si fuera un gran banquete. En Cervantes o Sterne, la aleación de lo alegre y lo profundo es casi perfecta. La escritura afecta al alma y no a los pies y ahí tendríamos motivo para lamentar no ser cantantes de un crucero pero –al mismo tiempo- es una insinuación permanente a descubrir las artes de la ‘desinvolture’ y pasar por el valle de lágrimas igual que quien va a un cóctel. Si hay asesores hipotecarios y profesores de la UNED, no será menos necesario quien se dedique a espolvorear el pan de oro y a ofrecer asideros de suavidad y de dulzura, a dar vislumbres de una belleza aunque esa belleza sea en minúsculas. Hagámoslo todo compatible con un soplo de ultratumba: escribir y leer, al fin, siempre ha sido una cuestión emocionante.

El cielo será de los joviales y el beso de la guapa será de los alegres. La Europa achacosa necesita descargas de cortesía y de alegría. No es ningún género inmoral postular la literatura como uno de los dominios del placer y a veces querríamos la vuelta de la literatura a los tiempos educados del ‘sport’. He ahí un espacio para las verdades a medias y los equívocos más gratos. Recordar a los escritores de la felicidad nos lleva a pedir la asistencia del ángel y la gracia para no pensar que escribir tiene que ver con purificar nuestros demonios. Esas son cosas que vienen por añadidura mientras leer o escribir es una afirmación de que vale la pena tener confianza o que el miedo tiene débiles porqués o que el dolor puede dar un relieve a la alegría.

O freunde, nicht diese Töne!: nombremos nostalgias sin nombre, afectos inciertos, pasiones ya idas, la pulpa dolorosa y sonriente de la vida, las sofisticaciones del champán o la sencillez de vivir en alpargatas. Quizá, después de todo, lo importante sea no aburrir y será mejor equivocarse en el descaro que acertar en el refrito. “Leer cosas grandes, escribir cosas agradables”, decía Sainte-Beuve: he ahí la literatura como acepción de la dicha que de un solo vuelo nos devuelve hasta el edén. Cualquier alma atribulada pide sin saberlo literatura con burbujas. No hay casi nada mejor para el verano.

 
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