¿Qué hay de malo en el arte contemporáneo?

De todas las fuerzas humanas que dan forma a una cultura -escribe el sociólogo D. Brooks-, la vacuidad es la más subestimada. Coronar  un paseo por cualquier exposición de arte contemporáneo parece una conclusión de desaliento lindante con la misantropía, cuando no con un afán impuro de pose reaccionaria: al cabo, una feria de arte contemporáneo es algo asumido como fiesta. Sin embargo, al pasear por ARCO, la conclusión se hace aún más acerba: nos encontramos ante la pregunta fundamental de si nuestra cultura es capaz de tolerar su propio legado de belleza. 

El coleccionista Saatchi apunta la noción de belleza que alimenta nuestros días: un objeto que se presenta ante nosotros a modo de comentario subversivo sobre el concepto se adapta mejor al canon del arte contemporáneo que un objeto que simplemente es bello. Abandonada en el siglo XX una idea de la belleza que participa de las nociones de verdad y bien, la primera derivada que encontramos es la puesta bajo sospecha de la misma voluntad de belleza, de modo que todo afán en este ámbito pasa a ser considerado propósito kitsch. La segunda derivada afecta al juicio estético: ya no se trata de definir si una obra es bella, afirma De Duve, sino si una obra es arte. Así, nuestra aproximación al arte cambia, atomizándose de una subjetividad que ya no conoce la sujeción que le brindaba el anhelo de un ideal superior. En consecuencia lógica, -tercera derivada-, al no asumir ni el mero planteamiento de la belleza como ascesis, terminamos por degradarla, convirtiéndola en una manera de afirmarnos a nosotros mismos. Henos ahí de vuelta a la vacuidad.  

Al romper con la idea de belleza, se rompe con la materialidad de una tradición y por tanto, se rompe toda posibilidad de diálogo. Si, como vimos en el Prado años atrás, Manet no aguanta el diálogo forzado con Velázquez al que le sometieron las autoridades del museo, ¿qué lenguaje común pueden hablar, qué pie de igualdad comparten como arte el Giotto y Damien Hirst? No estamos ante un prurito esteticista: la cesura que implica el abandono de la tradición, al alejarnos de las obras del pasado, nos deja en condición de hombres recientes, arrojados a lo instantáneo, despojados, desconectados de esos gestos de continuidad que conforman una civilización. Y eso afecta a lo más hondo, ¿o acaso alguien cree que el universo simbólico de un televidente de, pongamos, El Diario de Patricia, es más rico que el de un campesino del Románico? Además, no sólo somos incapaces de  aprovechar un pasado: con el raquitismo del pensamiento posmoderno, nos vemos en el pozo nihilista de no tener siquiera una tierra firme desde la que agradecerlo. El hombre contemporáneo ya no queda dominado por el horror; para dominarlo basta algo más imperceptible: la vulgaridad. Es un neobárbaro que, como profetizaba Russell, tiene la arrogancia de creerse en la cumbre de los tiempos: si mira hacia el arte de otro tiempo, será con la mirada del pastiche.  

Alguien señaló que el hombre de hoy ha cambiado la iglesia por el museo. La tendencia actual es que el museo deje de ser lugar de la memoria para parecerse -con perdón- a un parvulario. Hablábamos de la consideración festiva de tantas actividades relacionadas con el arte: se trata de sacar a la calle a unas meninas pop o -mejor aún-, de pintar tus propias meninas. Escindido el arte de toda remisión a lo sagrado -sí, a lo sagrado-, lo convertimos en un juego de banalidades por el cual queda equiparado a cualquier otra cosa y, en vez de despertar las hondas voluntades que alentaba, es ocio de todo a cien, con el defecto de carecer de la espectacularidad que hoy requerimos. La sumisión voluntaria al dirigismo cultural no hace sino redoblar nuestro único sentido de pertenencia: la autosatisfacción. Véanse las noches en blanco.  

Reducido a lo banal, el arte moderno sólo seduce como competición por la atención. En verdad, esa competición cada vez es más dificultosa, no porque las propuestas transgresoras -por recurrir al lenguaje autorreferencial del gremio- sean el canon del día, ni porque el concepto de transgresión haya pasado con éxito de las grandes galerías a las concejalías de cultura, sino porque, en última instancia, la transgresión implica el uso de imágenes asociadas con el bien y el mal, sí, pero sin que el artista deba ya convenir nada con ellas. La transgresión pasa de palabra clave a término vacío. De nuevo, la vacuidad. Y, al colgar de ese vacío, no es raro que el artista, señala Hamilton, deje de sublimar su infelicidad en sus obras de arte y, simplemente, use sus obras de arte para extender su infelicidad a los demás. Esa es la nada que queda al desligar el arte de la vida, el paisaje que contemplamos desde el fin de la belleza. Quizá es que, como intuía Balthus, el fin de la belleza no deja de ser el fin del pensamiento.

NB: artículo originalmente publicado en 'tribuna libre' de La Gaceta de los Negocios, febrero de 2010.

 
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