Manifestaciones en Francia: lucha por la libertad sin miedo a una menor seguridad

Manifestación en Francia de los chalecos amarillos.
Manifestación en Francia de los chalecos amarillos.

El sábado se cumplieron veintiuna semanas de las manifestaciones, en las principales ciudades de Francia, del movimiento de los “chalecos amarillos”. No voy a entrar en el fondo de sus reivindicaciones, analizado ya por grandes figuras del pensamiento, incluidos los intelectuales a los que reunió el presidente Emmanuel Macron en el Elíseo…

Quiero referirme al riesgo de la violencia que acompaña en los últimos años a buena parte de las manifestaciones colectivas, también en el país vecino, si se exceptúa la “manif por tous”, que arrancó contra la extensión de la institución matrimonial regulada en el famoso Código civil de Napoleón de 1804 a personas de un mismo sexo. En la práctica, resulta un signo distintivo frente a la agresividad de tantas actuaciones paradójicamente dirigidas a promover la igualdad y el respeto de las minorías.

El gobierno francés se ha basado en los brotes de violencia en torno a los sábados de los “gilets jaunes”, para llevar al parlamento y conseguir la aprobación de la llamada ley “anticasseurs”, que recorta claramente la libertad de reunión y manifestación de los ciudadanos. A diferencia de España, se mantiene aún la figura de la previa aprobación administrativa: un mero trámite, que ahora se vuelve contra la libertad.

Menos mal que el Consejo Constitucional francés ha invalidado algunos de los preceptos de esa norma. Como su decisión no se ha publicado aún en el Diario oficial, el sábado pasado fue aplicada rigurosamente, con la esperada eficacia: según un titular de prensa, “22.300 manifestantes en Francia, la más débil participación desde el comienzo del movimiento”; algo más de diez mil menos respecto del sábado precedente, siempre según cifras oficiales.

Hasta ahora, las demostraciones populares se habían celebrado en torno a los Campos Elíseos, zona prohibida esta vez por la autoridad administrativa. Además, las fuerzas del orden público rechazaron cualquier intento de salirse de los límites aprobados, con la violencia propia de los gases lacrimógenos. Y diversos líderes del movimiento se vieron interrogados por la policía: aunque no llegaron a ser detenidos, se impidió en la práctica su participación en el evento.

Pero, con la decisión del Consejo Constitucional, no será posible aplicar ya el artículo tercero de la ley: permitía a los prefectos prohibir a individuos que representasen una amenaza de particular gravedad para el orden público manifestarse durante un mes en cualquier sitio del territorio nacional. La contravención llevaba aparejada una pena de seis meses de privación de libertad, con 7.500 euros de multa. Los guardianes de la Constitución consideran que ese precepto lesiona “el derecho de expresión colectiva de las ideas y las opiniones”. La institución presidida por Laurent Fabius rechaza una ley liberticida, a pesar del empeño gubernamental por mantener el orden (objetivo, todo hay que decirlo, preferido por muchos franceses a la propia libertad). De hecho, cincuenta diputados del partido en el poder se abstuvieron en la votación final.

Como podía advertir cualquier lector desapasionado, la norma –contraria al artículo 11 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789-, establecía unas condiciones demasiado etéreas, impropias de la tipificación precisa de una ley penal: dejaban una amplitud excesiva a las autoridades administrativas para apreciar motivos susceptibles de justificar una prohibición.

Los derechos humanos no son absolutos, y el ejercicio de las libertades suele regularse mediante leyes. Pero una democracia debe superar siempre el dilema de luchar contra quienes pretenden destruir el sistema con normas que, en sí mismas, son ya autodestructivas o excesivamente restrictivas de la libertad. La hipertrofia del miedo al desorden –no se olvide- está en el origen de dictaduras europeas no lejanas en el tiempo.

 
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