La Otra Cara del Covid-19

La misión clave del ‘doctor Shackleton’: derretir la ‘Antártida’ del coronavirus a los pies de la cama de su padre

Tomás Piñeiro es médico y trabaja en Tenerife. El martes 31 de marzo su padre ingresó por coronavirus en un hospital de Madrid. Ante una muerte anunciada, tomó el avión y se confinó junto a él “para que no falleciera solo”. Una semana encerrados los dos en nueve metros cuadrados de angustia y el alto riesgo de contagio. Contra todo pronóstico, “una mano del cielo, orgullo y felicidad” los dos han salido de esta por la puerta grande con el estímulo del explorador Ernest Shackleton

Tomás Piñeiro junto a su padre en la habitación de su ‘viacrucis’ en el complejo hospitalario Ruber de Juan Bravo (Madrid)
Tomás Piñeiro junto a su padre en la habitación de su ‘viacrucis’ en el complejo hospitalario Ruber de Juan Bravo (Madrid)

Tomás Piñeiro: 53 años, médico de Familia especialista en urgencias, director médico de Hospiten Rambla de Santa Cruz de Tenerife, hijo de Tomás-padre: 85 años, hipertenso, obeso, diabético, con Parkinson, dependiente para todo, habitual en su silla de ruedas, afincado desde hace tres años en una residencia de mayores en Paracuellos del Jarama.

Desde que saltaron las alarmas de la covid-19, Tomás está a 1.948,16 kilómetros de distancia en línea recta, pero con la mosca circundando la oreja. Su padre es carne de cañón. Efectivamente. El médico de la residencia le va telefoneando el parte: tiene algo de tos, y fiebre… Y el martes 31 de marzo una voz al otro lado de la línea le espeta: “Hemos trasladado a su padre al hospital y nos lo han aceptado”.

Tomás-padre ingresa en el complejo hospitalario Ruber de Juan Bravo, en Madrid. A 1.948,16 kilómetros de distancia en línea recta de su hijo. Solo. Como todos los pacientes con coronavirus. Tomás-hijo cuelga y lo habla con sus jefes: “¡Ni te lo pienses!”.

Maleta. Aeropuerto. Ese mismo martes de pasión, el doctor Piñeiro asume su misión más difícil: asistir a su padre antes de la muerte. Despega de Santa Cruz con la ídem a cuestas y aterriza en el Barajas fantasma de estos días de hiperventilación y soledades. Son las 23:00 horas. Un saludo a su madre desde las distancias, que está en casa con un hijo esquizofrénico con el que comparte un calvario lleno de amor. A dos metros de aire cálido: “Mamá, haré todo lo que pueda”.

A las 08:30 del miércoles 1 de abril Tomás-hijo está en el Ruber con su maleta y su decisión: me confino con mi padre para que no muera solo. No quiero que sufra. No quiero que se ahogue. Quiero estar cerca para cuando sea necesaria la sedación. Piñeiro conoce los protocolos y sabe que se la está jugando, porque este contagio voraz está empeñado en hacer volar por los aires los lazos familiares convirtiendo la proximidad en una bomba. Bien. Asumimos riesgo. En el hospital le dan la venia con la única condición necesaria: no podrá usted salir para nada en estos días de ingreso.

Del Polo Sur al Barrio de Salamanca

En nueve metros cuadrados con una ventana al mundo. Sofá-cama, retrete, lavabo y ducha. En este iglú aclimatado gracias al cariño de los profesionales sanitarios, Tomás-hijo se recluye junto a su padre en las últimas. Toda la atención está volcada hacia los gestos de su paciente más importante y a extremar al máximo todas las medidas de protección para evitar el contagio en la mismísima puerta del infierno. No hay manos que se aprieten contra el sufrimiento, ni abrazos terapéuticos. Hay miradas, palabras y mentalidad de explorador, porque Tomás-hijo es también un marinero de regatas y su barco se llamaba Shackleton: “Si en un medio tan hostil él y su tripulación fueron capaces de alcanzar la cumbre de sus gestas, vamos a remar fuerte a ver hasta dónde nos lleva este océano”.

“Tengo más del 90% de probabilidades de acabar esta expedición dando positivo, pero me niego a quedarme en casa y que me lleguen las cenizas de mi padre en una triste urna después de una muerte sin compañía”

Explica Piñeiro: “Ernest Henry Shackleton (1874-1922), entre otras cosas, consiguió junto a sus tres compañeros liderar una marcha en enero de 1909 que los llevó al punto más al sur jamás hollado por el hombre en la Antártida. Aunque su mayor hito fue lograr que toda su tripulación se mantuviera viva en condiciones complicadísimas tras navegar en un bote de seis metros surcando el Océano Antártico desde Isla Elefante a South Georgia en 1.300 kilómetros de temporales brutales. Su fortaleza, su capacidad de mando y sus dotes para la navegación son un ejemplo a seguir más de un siglo después”.

Detrás de esa reseña de una hazaña conviven el afán de aventura maridado con el miedo a lo desconocido, el frío de las placas antárticas calando carnes y almas, cielos negros, déficit de carbón, limitación de aprovisionamientos y enormes dificultades para sentar tanta inestabilidad sobre algún pedazo de tierra firme.

 

Del Polo Sur al Barrio de Salamanca. De 1907 a 2020. En el alma de marinero de Tomás-hijo hay un ancla tatuada que se llama padre. Del hielo de una enfermedad que repele el calor del afecto, al deshielo de un médico inmolado lo que haga falta para que el hombre que le dio la vida la pierda, inexorable, entre sus brazos. Piñeiro es consciente: “Tengo más del 90% de probabilidades de acabar esta expedición dando positivo, pero me niego a quedarme en casa y que me lleguen las cenizas de mi padre en una triste urna después de una muerte sin compañía”.

Un ‘viacrucis’ solo de 10 estaciones

Tomás-padre naufraga en su cama entre oxígenos y sueros. En los pasillos, el trajín de zuecos y camillas es intenso. Todas las plantas del Ruber están llenas de pacientes con covid-19. Y se nota el afán de los médicos, enfermeros, auxiliares, celadores y directivos en mitad de esta distópica primavera de otoños de hospital.

La segunda noche es de combate: se desatura el oxígeno del paciente, se afianza el agotamiento, se suceden los sonidos respiratorios peculiares que preludian una inminente sedación. Tomás-hijo contempla la escena. Con sus guantes. Con su mascarilla. Con los ojos vidriosos de cariño impotente.

Pasado el huracán, la travesía sigue. El barco va y viene entre las olas agresivas de un virus desmelenado, pero avanza como puede con la crujía hecha de goteras y las velas con disnea. 

La noche del jueves se calman las aguas y hay treguas de tempestad. Uf. El Viernes de Dolores Tomás-padre se baja de la cruz y rema con más fuerza. Empiezan a hablarse desde la cama y el sillón:

            -Papá, te quiero mucho.

            -Hijo, estoy orgulloso de ti.

Tomás Shackleton: “Para un hijo, este diálogo genera una enorme sensación de paz. Dos frases así nos han servido mucho a los dos”.

            ¿Os llevabais bien antes de este confinamiento?

            -Sí, nunca hemos discutido. Pero mi padre siempre ha sido una persona con dificultad para transmitir sus emociones. Le costaba hacerlo, pero los dos hemos roto ese hielo.

Las placas congeladas se deshacen por las circunstancias y fluye el encierro en esta habitación de hospital entre “profesionales sanitarios a los que solo ves los ojos, pero que saben comunicarte con las pupilas todo el cariño y toda la fuerza de su máximo apoyo”.

El Domingo de Ramos los médicos entregan al hijo una hoja de palma: “Si todo sigue así, el alta está cerca”.  Tomás-hijo: “Hasta ahora, yo no era creyente. Ahora, sí. No tengo ninguna explicación médica de esta mejoría. No hay ningún dato clínico suficiente para justificar que mi padre, con un sistema inmune complejo y todas las papeletas en su contra, esté remontando. No sé qué ha pasado. Mi única manera de entenderlo es pensar que las oraciones de mi madre, muy practicante, han sido escuchadas y una mano desde el cielo nos ha ayudado”.

“Hasta ahora, yo no era creyente. Ahora, sí. No tengo ninguna explicación médica de esta mejoría. No sé qué ha pasado”

Piensa Tomás-hijo en sus trayectos interiores en una habitación donde apenas puede mover las piernas. “Yo creo que haber estado a su lado también le ha servido para luchar contra el virus, porque las emociones influyen. Saber que no estaba solo seguramente le ha empujado a luchar. Abrir los ojos y ver que había alguien querido a su lado le ha movido a dar la batalla. Lo sé, porque he visto la viveza de su mirada de una manera especial”.

El miércoles santo Tomás-padre recibe al alta y Tomás-hijo todavía no se lo cree. “Mientras dejábamos el hospital, me echó una mirada que no olvido: de orgullo, de felicidad. Y unas palabras lapidarias: “Me muero por un buen cocido y una tortilla francesa de las que hacen en la residencia”… Somos muy afortunados. A mi alrededor solo había muerte y nosotros lo hemos conseguido”.

            Esta historia es una Semana Santa sin muerte, pero con resurrección.

            -No lo había pensado, pero sí. Sin muerte, y sin sepulcro, y con una resurrección milagrosa.

La mujer de Tomás-padre ha vivido el viacrucis desde casa, conectada las 24 horas del día “con un móvil sin pantalla, porque es con el que se apaña”. Ahora, “después de ponerle velas a todo el santoral, está encantada, convencida de que su marido ha salido adelante gracias, también, a mi presencia”.

El miércoles 8 de abril Tomás-hijo vuelve con las buenas nuevas a casa y con su test de coronavirus negativo, a pesar de los pesares. A dos metros de distancia se despide de su madre, tira a la basura la ropa de los días de hospital, y desde un Barajas fantasma despega hacia las islas. A las 12.00 aterriza en Tenerife. Después de “una ducha de media hora” y un sueño extralargo, vuelve a latir cotidianidad en su propio domicilio. Da parte a sus jefes para volver al ruedo. Le dan la enhorabuena, celebran la buena noticia y le dan margen para que retome su trabajo cuando tome aire.

Hoy, lunes de Pascua, el buen hijo se enfadará de nuevo la bata blanca. Hoy, lunes de Pascua, volverá a su ejercicio sanitario de hospital el que iba a enterrar a su padre y, sin embargo, lo ha llevado hasta el Polo Sur del volver a empezar sin los fríos paralizantes de una pandemia profiláctica. El doctor Piñeiro retomará, seguro, siendo un médico diferente y un hijo con medalla de honor. Ahora solo le falta que acaben las fronteras del confinamiento para volver a sus mares adentro y dejarse llevar por las velas hasta donde las olas libres quieran. De momento, el doctor Shackleton, ha anotado en su cuaderno de bitácora: “Mi historia es bonita y ha salido bien. Que un hombre de 85 años hipertenso, obseso, dependiente, diabético y con Parkinson supere una neumonía bilateral por covid-19 es para tirar cohetes. Pero, incluso si mi padre hubiera perdido la vida en este envite, mi historia habría sido igual de bonita. Se lo aseguro”.

Gaviotas. Sol. Mar de fondo. Tenerife. Palmeras tras la nieve.

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