José Apezarena

Se me está muriendo demasiada gente querida

Ventiladores para coronavirus en un hospital
Ventiladores para coronavirus en un hospital

Es demasiado. Demasiado. Se me está muriendo demasiada gente querida.

Hoy, lo reconozco, escribo con el corazón tronchado. Pido disculpas por hacerlo, pero no resulta fácil seguir callando. Las últimas noticias que he recibido me han dejado doblado. Y con lágrimas en los ojos, lo reconozco. Se llamaba Jaime. Era más que un hermano.

Insisto en que es ya demasiado.

Ocurre que no falta día, ni uno, en que no me llegue razón del fallecimiento de alguien al que quería, conocía y apreciaba, compañero, amigo, familiar. Se ha convertido en un goteo atronador.

Y lo mismo de la muerte de familiares, compañeros y amigos de gente que tengo cerca. Son ya muchos.

Podría desgranar no pocos de esos nombres queridos. Recordar su historia, sus cualidades… Reproducir sus tonos de voz, su capacidad de querer, los momentos que hemos vivido juntos, los recuerdos inolvidables, lo que me han dado, lo que les he dado…

E insistir en que hacían falta y en que daban más que recibían.

No tenían por qué irse. Casi nunca hay motivo para una muerte, pero la mayoría de esas personas que digo no tenían que haber muerto. No ahora.

En tantos casos les quedaban por delante todavía años de eficacia, de madurez, de hacer rendir talentos y capacidades, acumulados con enorme esfuerzo y que ahora daban fruto. Sin olvidar los afectos que sembraban. Deberían haber continuado.

 

Por si fuera poco, muchos de ellos han salido de este mundo en la soledad humana más profunda. Sin nadie al lado. Les acompañábamos desde lejos, por supuesto, pero físicamente estaban solos. No les hemos podido decir adiós. Y han sido sepultados solos. Es demasiado.

No me tranquiliza nada, no me consuela, que digan que está bajando la cifra de contagios, que ya solo son seiscientos al día. Seiscientos. ¡Se dice pronto!

Y esa cifra “oficial” de dieciocho mil fallecidos (creo, como todo el mundo, que son muchos más) me parece demasiado fría, porque detrás hay personas muy queridas. No son números.

Nadie tiene la culpa. Y la tenemos todos. Porque no hemos sabido prevenir algo semejante y, después, no hemos sido capaces de cortarlo. Y seguimos así.

Eso es lo peor. Lo peor es que esto no se ha acabado. Ni mucho menos. Que nos esperan semanas, meses, incluso muchos meses, hasta que la amenaza traidora del coronavirus desaparezca, si es que se consigue.

Semanas y meses de más noticias de nuevos e imprevistos adioses. En goteo. Día tras día.

La enfermedad ataca en cualquier momento, de forma imprevista. No se sabe cómo ha sido, por qué, qué ha pasado, pero de pronto alguien presenta unos síntomas, se agravan, lo llevan a la UCI, y fallece.

Lo que escribo no es derrotismo. No es insolidaridad. No es pretender provocar desánimo a los demás. Es simplemente dolor.

Tal vez habría que callar, no decir nada, ocultarlo, para no amargar al resto, pero hay días, como hoy, en que eso no resulta posible.

En jornadas como las de ayer (y de anteayer, y de ante anteayer), los eslogans de que entre todos venceremos suenan a vacío. Aunque sea verdad, que será verdad, que al final llegará la victoria. ¡Pero qué precio tan alto estamos pagando!

Es que todo esto es demasiado.

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