Del nomadismo a la turismofobia en la cultura occidental

Habrá que encontrar soluciones para conciliar intereses aparentemente contrarios. Porque, de entrada, parece poco solidario privar a tanta gente de esas posibilidades de descanso y contemplación, grandes armas de alivio para una sociedad con demasiado estrés.

Ese estrés aparece quizá en reacciones poco moderadas, como en tantos otros problemas: se goza de los beneficios, pero no se quiere pagar el precio de los inconvenientes. Ciertamente, como ha escrito sagazmente en su blog Antonio Argandoña, antes de los recientes y gravísimos atentados -el argumento sigue teniendo validez general-: “la vida está llena de situaciones como esa: un cambio de circunstancias que impone costes a unos y beneficios a otros. Esto ha ocurrido también en Barcelona, y en otras muchas ciudades, con el crecimiento del turismo: entre 1990 y 2016 el número de visitantes ha pasado de 1,7 millones al año a unos 8 millones. Y claro, si usted vive en las Ramblas o al lado de la Sagrada Familia, se lleva buena parte de los costes de congestión. Otros se beneficiarán, quizás también usted, pero no cabe duda de que los costes y los beneficios se reparten de manera desigual. Y los ciudadanos protestan, porque el turismo ha elevado los alquileres de las viviendas, obligando a muchos a abandonar su barrio y buscar otro en el que los precios hayan crecido menos. Y esto no gusta a nadie. Y el problema se agudiza cuando se convierte, en manos de los antisistema, en un argumento contra el capitalismo, como ocurre en Barcelona”. Pero, antes que la ciudad condal, Venecia fue quizá la primera en lanzar la señal de alarma.

La barbarie islamista nada tiene que ver con las precedentes agresiones contra turistas, ajenos a la creación de problemas para los residentes urbanos. Pero éstas reflejan deseos inmoderados de evitar incomodidades o de buscar compensaciones, sin calibrar que ese juego forma parte de la convivencia en un país medianamente avanzado.

Los libros de viajes, a veces ligados a los de caballerías, son antiguos. Lógicamente, con la imprenta se difundieron más. Ahora, el desarrollo científico y técnico ha facilitado los viajes, y los ha puesto a disposición de masas enormes. En mis paseos gallegos de estos días me cruzo con peregrinos que marchan hacia Santiago por el llamado camino portugués. Sus botas y mochilas no serán muy distintas de las de quienes abrieron esas rutas en la Edad Media. Ciertamente, no eran turistas, sino penitentes o buscadores de un sentido para sus vidas. Incluso, los sacrificios resultaban prioritarios al descanso, con un rasgo común: el sosiego templado del alma.

El afán de viajar, el deseo de conocer el mundo ignoto es casi eterno. Hoy se ha agudizado, también por impulso de agencias de viajes que combinan ilusiones y comercio. Algunos países están en primer plano de los destinos más frecuentes. No es casual que se concediera a Madrid, capital de España, la sede de la Organización Mundial del Turismo. Ni que las universidades ibéricas tengan tanta atracción para los beneficiarios del programa Erasmus de la Unión Europea.

Tal vez por todo esto, están también en el punto de mira del terrorismo yihadista, como acaba de sufrir Barcelona, ciudad muy apreciada por mí, entre otras razones, porque en su antigua Universidad leí mi tesis de doctorado. Más daño hará este atentado al turismo que las violencias rutinarias propias de la algarada callejera, a una ciudad abierta, democrática y multicultural, a pesar de los tics nacionalistas. Y que cuenta con el templo de la Sagrada Familia, de Gaudí, como uno de los lugares más visitados de la península, con la Alhambra o el Museo del Prado.

Habrá altibajos, sin duda, como consecuencia del terrorismo. Hasta ahora, más bien se ha beneficiado España de los problemas sufridos por países vecinos. No repetiré las cifras difundidas estos días sobre el número de turistas y su incidencia en el PIB y en el empleo, aun con el inri de la estacionalidad. Pero no hay razón para que disminuya el fenómeno del crecimiento de la pasión viajera global, también porque la competencia ha abarato los precios de transporte y alojamientos. Cataluña seguirá ocupando el primer puesto en los destinos turísticos dentro de España, con un 20% de la población activa en el sector, frente al 13% en el conjunto del resto del país.

En todo caso, no parecen necesarias nuevas regulaciones, menos aún las restrictivas, porque acaban encareciendo las plazas de alojamiento legales y, a pesar de recelos y vigilancias, incrementan los “mercados negros”, tantas veces encubiertos en la ambigua amplitud de la economía colaborativa. No veo razones de peso para la turismofobia. Al contrario.

 
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