Los nuevos caballos de Troya

El bien y el mal no existen para el relativismo. El deseo es el que reina, con independencia de cualquier concepción ética. Este modo de pensar está bastante generalizado, incluso en ambientes sociales en donde hasta hoy regían criterios asentados sobre las raíces occidentales. El caballo de Troya que ha conseguido introducirse en dichos sectores está consiguiendo éxito al menos por tres factores: los gobiernos conservadores han limitado y centrado durante años su función en la economía, dejando inexploradas las esencias propias de su ideario, muchas de ellas de genuino cariz ético; de otro lado está la asfixiante presión mediática, con esa machacona insistencia en una corrección ideológica radicalmente contraria a la moral hasta ahora imperante; y, en fin, por la desafortunada ausencia de reacción de la jerarquía católica a este fenómeno, incapaz de enfrentarlo con acierto, optando en su lugar por una desnortada doctrina light con inequívocos guiños al populismo de la peor condición.

Para este relativismo que comento, ningún comportamiento humano puede ser reprobable. En esto se ha convertido en una suerte de nueva moral: la extra moral. Un caso real lo puede ejemplificar gráficamente. Pensemos en una familia de corte tradicional. Uno de sus miembros escoge como pareja a alguien que encaja con dificultades en los generosos parámetros admisibles en dicho contexto. En lugar de vivir su experiencia al margen -algo que los suyos no le impiden-, opta sin embargo por presentar batalla para hacer pasar a los demás por su inmadura preferencia, en una especie de trágala de obligada aceptación traducida en la necesidad de aplaudir dicha decisión, acogiendo con naturalidad al personaje heterodoxo. Las respuestas familiares a este desafío son verdaderamente curiosas: como consecuencia del instalado ambiente relativista, apenas unos pocos del clan rechazan subirse al carro de quien pretende imponer sus caprichos, optando la mayoría por la lisa y llana aprobación de los hechos consumados como si resultara misión imposible combatirlos con fundamento en el sentido común y la lógica de siempre. Algunos de los que claudican y aceptan tan ricamente este estado de cosas, por cierto, acostumbran sin rubor a censurarlas de puertas afuera, desplegando a todas horas una ardorosa defensa de los valores conservadores a través de la mensajería instantánea. 

Aliada inseparable de este relativismo es la emocionalidad y la sensación extendida de que nada es aceptable si el buen rollo no queda garantizado. Es indiferente aquí la razón, que pasa a un discreto segundo plano. La felicidad, concebida como un fin en si misma sin más componente que la complacencia de sofá, la materialidad y las modas del papel cuché o de lo que todo el mundo hace, no encuentra en la actualidad elemento capaz de eclipsarla. Quienes defienden un concepto de alegría vinculado a la satisfacción personal de ideales superiores, como proponía Stuart Mill, son los chalados ultras o talibanes del momento, aquellos que toca excluir por la seria amenaza que suponen para unas sociedades anestesiadas por el buenrrollismo sin tasa alimentado por monumentales intereses económicos o de consumo.  

Lo peor de este escenario es el riesgo de una súbita reacción extrema en el sentido contrario, algo a lo que la historia nos tiene por desgracia acostumbrados. A tiempos de relajación moral aguda han seguido pendularmente otros del signo opuesto. Esta indeseable realidad se evitaría, sin embargo, si el relativismo se situase en umbrales razonables, cosa que no parece suceder hoy, en que campa a sus anchas y que se ha convertido ya en parte consustancial del pensamiento único, penetrando sin darnos cuenta hasta las cocinas de los hogares de tinte más conservador de la misma forma astuta con que los griegos entraron en Troya.

 
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