Los placeres baratos – el vino doncel- elogio del vino nuevo y el ruralismo a lo elegante

Hémonos ahí como pequeños rocinantes, y como pequeños rocinantes al rato tenemos la querencia de la casa. Volver a casa es otro gran placer, casi comparable al placer de bajarse del taxi como si llegáramos de una victoria.

El español acuñó para el vino joven la construcción, bella y justa, de vino doncel. Estas inminencias del verano son el momento de gozo para el vino joven, un placer a cuatro euros, fácil de encontrar, fácil de beber, fácil de olvidar sin remordimiento si por raro azar no se acaba la botella. Veamos ahí el vino de ligereza fraternal, tan recurrente en aquellos tiempos en que no era de mal tono desayunarse o merendar con vino porque el vino era aliento, refresco y nutricia golosina. Desde luego, es el ‘bon vino’ de Berceo, aquello que Rabelais llamó ‘purée septembrale’ con lírico impulso y para siempre.

En el verano, lo importante es que esté en ese umbral de transición entre el fresco y el frío, lo que quiere decir que casi nunca estará lo suficientemente frío. En términos más generales, podemos hacer la declaración dogmática de que cada vino tiene una sola temperatura ideal. En términos aún más generales, también cabe indicar que ese milagro transitorio de la temperatura ideal nos remite por correspondencia a otras experiencias cenitales: la justa rojez de las frutas de hueso, los repletos racimos en las opimas viñas, la vertical del verano, el segundo de perfección de una sonrisa con la que todo a la vez comienza y se culmina. Como norma, el vino joven no durará el plazo del verano y, en cuanto al Beaujolais Nouveau, ya no está ni para sangría mala.

También de la merienda puede hacerse algo ilustrado. El ‘pique-nique” podía ser una gloria o una vulgaridad. En todo caso, es una vuelta al placer anacreóntico donde el vino honesto y fresco regocija el alma, tan aveludado en el paladar, con la misma euforia que una recia palmada por la parte de los hombros. Aquellos vinos cosecheros riojanos se renuevan año a año, conforme a una liturgia inmemorial de la naturaleza y el bienestar. Hoy son Luberri, Milflores, casi todos con la gracia añadida de un puñado de uva blanca. Era el eminente clarete, donde se arroja entero el racimo para vinificar como en tiempos de Noé. Hoy hay versiones más elegantes, más suaves; en realidad, más amaneradas: Errepunto, Eneas. No olvidemos los vinos de mencía y monastrell. Como opinión personal, tras unos años de ejercer como bebelotodo, debo decir que las ediciones sofisticadas de los vinos del año me han quitado ese punto grato de aspereza y rusticidad que en un momento de frenesí lleva a los cantos populares. Más lejos de la ensoñación geórgica, es verdad que la maceración carbónica da aromas que se pueden indizar bajo el descriptor “tienda de chuches”, ya muy establecido y aceptado.

Vislumbres setembrinas, ecos vendimiarios, canciones de cosecha, fuego de sarmientos, coronas de pámpanos, dulzuras y alegrías de la vida rural con un filtrado neoclásico. Eso reverbera en la invisible lágrima del vino joven, directo al corazón como los versos más logrados o esa canción sentimental que suena justamente cuando tiene que sonar. La bibliografía nos habla de paremiología vendimiaria, de versificación culta o popular. Son realidades que se pierden cuando sólo sentimos la naturaleza desde la ventana de los taxis, ajenos a tantas verdades reales del campo. En el vino del año al menos se nos devuelve un gusto ‘di giovinezza nuova’ a flor de labio. Tómese también ante el crepúsculo ideal, de azul lavado, de un violeta casi púrpura, de modulaciones del morado y transiciones del carmín. Ese ocaso del color del vino nuevo.

 
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