Mis referentes están muertos

El tiempo del hombre terminó el día en que decidió entrar en un centro de estética y depilarse los pectorales con no sé qué extrañas pretensiones. El hombre ha desempeñado durante siglos un papel importante en la naturaleza. El gamo, por ejemplo, alerta a la gama del peligro levantando la pezuña izquierda. El gato enseña a los gatitos a cazar ratones. Y el pez espada se deja comer antes de que cacen a su mujer, la pez espada. Pero todo esto es un espejismo de otro tiempo. Una de esas metáforas que nos regala a veces la naturaleza. En realidad, ya no quedan hombres. Lo cantó José María Granados con acierto hace veinte años, aunque hablando de otra cosa: “Sobran hombres, faltan hombros”. No es una cuestión de feminismo militante, sino de rendición a la evidencia. Si queda alguna esperanza, si aún podemos salvar a la humanidad del abismo, se oculta en el interior de una mujer valiente.

El hombre ha quedado atrapado en una eterna adolescencia. No es que se viva mal aquí, pero no hay futuro. El adolescente vive en un bucle del que sólo logran salir unos pocos elegidos después de muchos años de efímera existencia. El hombre, como el quinceañero, da vueltas sobre sí mismo, intentando encontrar la manera de dar un paso al frente y hacer alguna obra realmente emotiva y relevante para el resto de la humanidad, pero no lo consigue. Nunca logra levantarse del sillón. Mientras tanto, miles de mujeres permanecen al pie del cañón, aportando en los momentos difíciles la sensatez de la que el macho antaño hacía gala, y que ahora se ha perdido por el oscuro callejón de su propia inconsistencia. Las brumas de su conciencia son las de toda una generación embobada por promesas que no valen nada, como cantaban los Piratas.

Se ha dicho que nada puede interrumpir el paso de una mujer decidida. Y es mentira. En ocasiones, una mujer igualmente decidida se cruza en el camino y se produce la colisión. El hombre contempla la explosión desde el sillón, comiendo palomitas como en el cine, y pensando que tal vez le gustaría participar en la batalla, si fuera capaz de despojarse por un instante de su inmadurez y saltar al ruedo. Pero qué pereza. Qué apatía.

Se ha escrito también que si el mundo fuera cosa de hombres la especie humana se habría extinguido hace miles de millones de años. No me cabe la menor duda. Por suerte, la mayor parte de las mujeres no se plantean la posibilidad de la extinción, y mientras los grandes teóricos dan vueltas sobre el cataclismo, ellas se dedican a traer chicos y chicas a la tierra, con la esperanza de un futuro mejor, o sin ella. Por desgracia, demasiadas vidas se quedan en el camino, por la lacra del aborto, el gran timo que el progreso vendió a la mujer como liberación y que se ha convertido en su condena. Pero por suerte también, muchas no se han dejado timar.

Dicen las feministas que este es el siglo de la mujer. Y lo dicen blandiendo una milenaria deuda de derechos y privilegios, como si la historia fuese la interminable cuenta de un restaurante de comida rápida, y como si los idiotas de hoy tuviéramos que dar la cara por lo que hicieron o dejaron de hacer los idiotas del pasado. Están equivocadas y lo saben. Además, no es necesario que hagan nada para conseguir que este sea el siglo de la mujer. Ya lo es. Por incomparecencia del varón, que está perdido entre los placeres, las luces y las bobadas virtuales de estos días tan traidores.

El hombre ha renunciado a todo cuanto le hacía hombre y ha perdido su identidad y su lugar. Conserva su trabajo, el que puede, y sostienen la bandera de la responsabilidad a la cabeza de la familia, una minoría de valientes de la vieja guardia, que están en extinción. El resto, flotan en la nada, en busca de la quimera de Peter Pan. Es cierto que la tragedia no es exclusiva del hombre. La mujer no se ha salvado de la quema del falso progreso, ni mucho menos, pero ha resistido al envite mucho mejor. Por eso este siglo es suyo. Y la esperanza de todos es la suya. Quienes quieren igualarla al hombre a la fuerza, no quieren defender sus derechos, como dicen, frente al abuso de los varones. Sólo quieren volverla igual de maleable. Y, tal vez, igual de miserable.

Escribo hoy en tercera persona por exigencias del guión. Lo bueno de ser yo el autor es que puedo cometer este tipo de injusticias. Me lo concedo por haberme resistido, al menos hasta hoy, a la tentación de la fiebre cosmética. No me identifico con Leonardo di Caprio. Mis referentes están muertos. Viven en blanco y negro, atrapados quizá en la magia del cine clásico. Si alguna vez vuelve ese caballero, confío en que pueda encontrar a la dama en el lugar que hoy todavía ocupa quien mantiene la dignidad de ese singular título.

 
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