Sabina

Joaquín Sabina.
Joaquín Sabina.

Si Joaquín Sabina fuera yanqui, hace años que le hubieran dado la medalla del congreso, una estrella de la fama en Hollywood y ni se sabe cuántos premios civiles y hasta militares. Todo ello sin mencionar el Nobel que habría recibido como Bob Dylan, aunque sospecho que él sí iría a Estocolmo a recogerlo. Que este ubetense universal no haya logrado aún los máximos reconocimientos nacionales e internacionales por su creación ratifica su condición de español de pura cepa, porque ya se sabe cómo nos las gastamos aquí con nuestros inmortales mientras viven e incluso cuando se nos van al otro barrio.

 

Preguntado en 2017 si le gustaría algún día ganar un Princesa de Asturias, Sabina respondió que los galardones eran “la quincalla de la gloria” y que lo único que anhelaba era seguir componiendo para poder subirse a escenarios como el que hace unos días le llevó al hospital. Aunque siga pensando así y no necesite percibir laureles que ya cosecha con su obra por los cinco continentes, algunos seguimos considerando que no debiera pasar más tiempo sin ofrecérsele el gran homenaje que sus éxitos “ameritan”, como dicen en ese Perú que tanto frecuenta.

Paseando una tarde por Roma, un discípulo le interpeló a Cicerón: “maestro, ¿por qué no cuenta usted con una estatua en su honor, cuando este o aquel sí la tienen?”, a lo que el retórico contestó: “porque prefiero que la gente se pregunte por qué no la tengo a que se cuestionen por qué la tengo”. Este primoroso diálogo suelo recordarlo cuando me tropiezo con noticias de recompensas de cartón piedra obtenidas por quienes no atesoran las más mínimas cualidades, tan a menudo mendigadas por estos patéticos personajes, alcanzadas tras insistentes presiones suyas o de su entorno, comprándolas o simplemente sirviéndose de detestables chanchullos. Los que participan en órganos dedicados a juzgar talentos ajenos saben de qué hablo.

Como a Cicerón, algunos continuamos preguntándonos qué más tendrá que hacer Joaquín Ramón Martínez Sabina para que en su país natal y fuera de él se le reconozcan sus incontestables merecimientos. Cuando la Academia sueca le dio a Dylan el Nobel de literatura, lo hizo por “haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción estadounidense”. No se me ocurre mejor definición para la producción sabinera, con el añadido de que no se limita a un país, sino a toda la hispanidad. Una década antes, la Fundación Príncipe de Asturias había premiado al de Minesota por ser “un mito viviente en la historia de la música popular que conjuga la canción y la poesía en una obra que crea escuela y determina la educación sentimental de muchos millones de personas”, algo que el juglar jienense también lo es para la comunidad iberoamericana.

Quiera él o no quiera -porque debe darse al que nada ambiciona, como acostumbran a hacer en la curia vaticana para designar a sus dignidades-, el autor de letras y melodías tan formidables como calle melancolía, princesa, pongamos que hablo de Madrid, así estoy yo sin ti, o lo niego todo, entre un sinfín de joyas líricas y musicales contemporáneas que son ya el himno de varias generaciones, forma parte por derecho propio del parnaso español y mundial, y por eso va siendo hora de que le distingamos como corresponde, no vaya a ser que tengamos que hacerlo cuando esté criando malvas.

 
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