La sala rociera Almonte

No soy experto en sevillanas, ni en flamenco, ni en rumbas. Creo que ya sería generoso calificar como “básico” mis conocimientos sobre estas materias. En parte es una consecuencia de mi avanzada adicción al pop. Pero lo bueno de las canciones es que no se requieren grandes nociones sobre la historia o la teoría de su estilo musical para disfrutarlas.

Nos atrapan las baladas que cuentan despedidas, el rock del amor imposible y las historias de final trágico. La parte melancólica de la música suele ganar la batalla de gustos. Pero es saludable, de vez en cuando, abrir la puerta a una música colorida, llena de optimismo y belleza. A la hora de elegir canciones felices me quedo con unas sevillanas. Hay sevillanas tristes y hay rock optimista, pero prefiero exactamente lo contrario.

Para lograr una experiencia realmente satisfactoria recomiendo siempre el impacto directo con el abanico estético que rodea al mundo de las sevillanas. No basta con escucharlas en el coche, ni en casa.

Hace varios meses relataba, en esta Tribuna, mi experiencia positiva con los mejores reductos musicales de la noche madrileña. Todos esos lugares donde el pop de ayer sigue siendo de hoy. Me refiero al bueno.

En aquella narración, obvié intencionadamente uno de mis habituales destinos cuando cato las salas musicales de la capital. Actué así porque no tendría sentido, después de describir los mejores locales para escuchar el mejor pop rock español de los últimos años, alabar las maravillas de una sala rociera. Tal vez el relato habría perdido consistencia.

Sin embargo, hoy, vislumbrando el verano y teniendo presente aún mi última visita a la sala rociera Almonte, no tengo inconveniente en recomendar la práctica. Disfrazada de colores vivos de barrio antiguo, llena de elegancia, tradición sevillana y chulería española, y coordinada por un atento personal engalanado de verde y blanco, esta sala rociera se levanta en pleno barrio de Salamanca.

Cada minuto se disparan nuevas rumbas y sevillanas. Ritmos bailables para jóvenes parejas de madrileños y para experimentados andaluces que hace años atracaron sus barcos en el Manzanares. Al recorrer varios locales, discotecas o salas de conciertos, el contraste impresiona. Entrar en Almonte es sólo dar un paso, pero al cerrar esa puerta el tiempo viaja años atrás y un abanico de cultura y tradición festiva invaden el ambiente.

Al contemplar la cortesía de ellos y la elegancia de ellas cuando bailan al ritmo de una salve rociera pienso que las portadas del periódico de mañana no les quitarán nunca el sueño. Y aún sin saber bailar, quien es capaz de disfrutar, como espectador, de ese ambiente respetuoso, tradicional y alegre, participa de alguna forma en esa misteriosa y sana despreocupación.

Los amantes de esta cultura de la rumba, de la sevillana o del flamenco, conocerán mil lugares en España –sobre todo en Andalucía- donde el tiempo se detiene para escuchar el sonido de unas castañuelas. Y, por otro lado, quienes aborrezcan esta música pasarán por alto mi recomendación.

 

No todo el mundo tiene la oportunidad de visitar las salas rocieras del corazón de Andalucía. Por eso, desde el punto intermedio entre la pasión y la indiferencia por esta música, garantizo los efectos beneficiosos para la salud mental que puede producir una visita puntual a la sala Almonte en Madrid o cualquiera de las salas rocieras que se extienden por España adelante.

Esas noches en el local de Juan Bravo alegran el alma y alivian el corazón. Y el secreto está en Sevilla.

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